«No, mamá. No nos vas a visitar más. Ni hoy, ni mañana, ni el año que viene» una historia sobre la paciencia que finalmente se agotó.
Llevaba tiempo dándole vueltas a cómo empezar esta historia, pero solo dos palabras venían a mi mente: descaro y complicidad silenciosa. Lo primero, por parte de mi suegra; lo segundo, de mi marido. Y en medio, yo. Una mujer que intentaba ser buena, discreta y educada. Hasta que un día entendí que, si seguía callada, de “nuestra” casa solo quedaría un cascarón vacío.
No entendía cómo alguien podía entrar en una casa ajena y llevarse lo que no era suyo, como si todo le perteneciera. Mi suegra actuaba así. Y todo por su hija. La hermana de mi marido.
Cada visita suya terminaba con carne desaparecida del congelador, una olla de albóndigas que ya no estaba en la cocina o incluso mi nueva plancha de pelo. Ni siquiera la había usado todavía, pero ella se la llevó. Porque, según dijo después, “el pelo de Carlota es tan rizado, y tú total, siempre estás en casa”.
Lo soporté. Hasta que llegó la gota que colmó el vaso antes de nuestro quinto aniversario de boda. Queríamos celebrarlo por todo lo alto, en un restaurante, como en los viejos tiempos. Ya había elegido el vestido, pero me faltaban los zapatos. Así que los compré. Unos preciosos, caros, con los que soñaba desde el verano pasado. Los dejé en su caja en el dormitorio, para estrenarlos el día de la fiesta.
Pero todo salió mal.
Ese día me tocó trabajar hasta tarde y le pedí a mi marido que recogiera a nuestra hija del colegio. Él accedió. Pero luego tuvo un asunto pendiente y llamó a su madre. Le dio la llave del piso para que recogiera a Lucía y se quedara un rato con ella.
Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue ir al dormitorio y me quedé helada. La caja de zapatos había desaparecido.
«Javier, ¿dónde están mis zapatos nuevos?», pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
«¿Y yo qué sé?», encogió los hombros.
«¿Ha estado aquí tu madre?»
«Sí, vino a buscar a Lucía y se quedó un rato.»
«¿Y la llave?» Respiré hondo para mantener la calma.
«Se la di. ¿Qué querías que hiciera?»
Cogí el teléfono y la llamé. Contestó al momento.
«Buenas noches», dije con serenidad. «Estoy segura de que sabe por qué llamo.»
«No, no lo sé», respondió sin el menor asomo de vergüenza.
«¿Dónde están mis zapatos nuevos?»
«Se los he dado a Carlota. Total, tú tienes demasiados. Y ella no tenía nada para su baile de graduación.»
Tras esas palabras, colgó. Sin remordimientos. Sin disculpas. Simplemente, clic.
Mi marido, como siempre, dijo: «Te compramos otros, no te alteres. Es solo mamá.»
Me levanté, lo agarré del brazo y lo llevé al centro comercial. Allí, frente al escaparate, señalé justo el par que llevaba meses mirando solo en internet: unos zapatos cuyo precio casi le da un infarto.
«Laura, ¡esto es la mitad de mi sueldo!», exclamó al ver la etiqueta.
«Dijiste que me comprarías unos. Pues los compramos», contesté con tranquilidad.
Los compró. Pagó, en cierto modo, el precio de su silencio.
Pero la historia no terminó ahí. De camino a casa, recibió un mensaje de su madre:
«Paso hoy por vuestra casa. Tengo bolsas de verduras y el congelador no me cabe nada. Las dejo en el vuestro y las recojo en un par de meses.»
Lo vi mirar la pantalla, apretar los labios. Entonces, por primera vez, marcó su número y dijo con firmeza:
«Mamá, no vengas más. Ni hoy, ni mañana, ni dentro de un año. Porque tu última “ayuda” nos ha costado demasiado.»
Colgó. Y cuando lo miré, sentí por primera vez en mucho tiempo que éramos una verdadera familia. Una cuyas puertas no estaban abiertas para ladrones, sino para quienes merecían respeto.







