«No, madre. No volverás a visitarnos: ni hoy, ni mañana, ni el próximo año» una historia en la que la paciencia se agotó para siempre.
Pasé mucho tiempo pensando cómo iniciar este relato, y sólo me venían a la cabeza dos palabras: *desfachatez* y *cómplice silencioso*. Una provenía de mi suegra, la otra de mi marido. Y en medio estaba yo, una mujer que intentó ser buena, delicada, educada, hasta darse cuenta de que, si seguía callada, de *nuestra* casa sólo quedaría una caja vacía.
Nunca comprendí cómo alguien puede entrar en la casa ajena y llevarse lo que no le pertenece, como si todo allí fuera suyo. Sin embargo, mi suegra hacía exactamente eso, y todo por su hija, la hermana de mi marido.
Cada visita suya terminaba con carne desaparecida del congelador, cazuelas de albóndigas que ya no estaban en la cocina, e incluso mi plancha de pelo nueva, que jamás llegué a usar, fue sustraída. «Anita tiene el pelo tan rizado, y tú te quedas en casa, no necesitas eso», explicó después, sin el menor indicio de vergüenza.
Yo aguanté. Aprieté los dientes. Se lo conté a mi marido. Él se encogió de hombros. «Es mi madre, no lo hace con mala intención. Compraremos otra».
La gota que colmó el vaso se dio en nuestro quinto aniversario de matrimonio. Decidimos celebrarlo con una cena a solas, como en los viejos tiempos. Elegí el vestido, sólo faltaban los zapatos. Los compré: bonitos, caros, los que había soñado desde el verano pasado. Dejé la caja en el dormitorio, a la espera del gran día.
Pero nada salió como planeado.
Aquella jornada llegué tarde al trabajo y pedí a mi marido que fuera a buscar a nuestra hija al guardería. Él aceptó, pero surgió un imprevisto y, en lugar de ir, llamó a su madre. Le dejó las llaves para que entrara a casa y cuidara a la pequeña María.
Cuando regresé, fui directo al cuarto y me detuve. La caja había desaparecido.
Filipe, ¿dónde están mis zapatos nuevos? pregunté, ya sabiendo la respuesta.
¿Cómo voy a saber? se encogió de hombros.
¿Tu madre estuvo aquí?
Sí, vino a buscar a María, se quedó un rato y se marchó.
¿Y las llaves? mantuve la voz calmada.
Se las di, ¿y qué?
Cogí el móvil y lo llamé. Contestó al instante.
Buenas noches empecé, contenida. Imagino que sabrá por qué llamo.
No tengo ni idea respondió, sin la menor incomodidad.
¿Dónde están mis zapatos nuevos?
Se los di a Anita. Ya tienes zapatos de más. Y ella no tiene nada decente para la fiesta de fin de año.
Y, sin más, *clic* colgó. Sin remordimientos. Sin disculpas. Sólo silencio.
Mi marido, como siempre, se limitó a decir: «Compramos otros, no te preocupes. Es mi madre».
Me levanté, lo tomé del brazo y lo llevé al centro comercial. Allí, frente a la vitrina, señalé el único par que había visto en meses en los anuncios: un par de zapatos que casi le provocó un infarto.
Leonor, eso es la mitad de mi salario exclamó, pálido.
Dijiste que compraríamos. Entonces compramos me mantuve firme.
Él pagó. Firmó, de ese modo, el precio de su silencio cómplice.
La historia no terminó allí. De camino a casa, su móvil sonó. Era su madre: «Voy a pasar hoy. Tengo bolsas de hierbas frescas, mi congelador está lleno. Dejo todo y vuelvo en uno o dos meses».
Lo vi mirar la pantalla, apretar los labios. Entonces, por primera vez, marcó el número y, con una voz que no admitía réplica, dijo:
Mamá, no vuelvas más aquí. Ni hoy, ni mañana, ni el próximo año. Porque tu última *ayuda* nos ha costado demasiado.
Cuelga. Lo miré y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que realmente éramos una familia. Una casa cuyas puertas se abren sólo a quien respeta, no a quien roba.






