**No abras**
Nina García estaba junto a la ventana, con la palma de la mano pegada al cristal, mirando cómo el conserje, don Armando, recogía las últimas hojas amarillas del otoño. Octubre había sido lluvioso, y en su corazón sentía ese mismo gris pegajoso que envolvía las calles de Madrid.
—Mamá, ¿otra vez en la ventana? —entró en la habitación su hija, Lucía, una mujer entrada ya en los cuarenta—. ¿Te preparo un té?
—Sí, gracias —respondió Nina sin girarse—. Luchi, ¿has oído ese ruido en el trastero? Anoche lo escuché y esta mañana otra vez.
Lucia frunció el ceño mientras colocaba la tetera en la cocina de gas.
—Será un ratón. O las tuberías, que están viejas. Mamá, no te inventes cosas. Este piso se construyó en los sesenta, todo cruje y hace ruidos raros.
—No es un ratón. Los ratones hacen otro sonido, esto es… como si alguien golpeara desde dentro. —Nina se volvió hacia su hija—. ¿Por qué no vamos a echar un vistazo?
—¡Pero si ya miramos ayer! Ahí solo hay las cosas viejas de papá, las conservas y esas cajas llenas de trastos. No hay nada más. Estás nerviosa desde que saliste del hospital.
Nina suspiró. Mes y medio atrás la habían ingresado por un susto al corazón, y desde entonces Lucía no la dejaba ni a sol ni a sombra. Había dejado su piso en Leganés, pedido unos días en el trabajo y se había instalado con ella. Pero Nina se sentía una carga.
—Cariño, deberías volver a tu casa. Ya estoy bien. Y además, ¿qué tal Luis? Seguro que te echa de menos.
—Luis sabe que estoy aquí por algo importante. Y si te pasara algo, nunca me lo perdonaría —Lucía vertió el agua caliente en la taza y se la acercó a su madre—. Bebe, que se enfría.
Se sentaron en la cocina, y entonces el ruido se repitió. Claro, rítmico: uno, dos, tres… pausa… otro uno, dos, tres.
—¿Lo oyes? —Nina agarró el brazo de Lucía—. Ahí está otra vez.
Lucia, con el ceño aún más fruncido, inclinó la cabeza. El ruido volvió.
—Vamos a ver —dijo, levantándose con decisión.
El trastero estaba al fondo de la cocina, un hueco estrecho y mal iluminado donde acumulaban cachivaches. Lucía encendió la bombilla y revisó. Tarros de mermelada, cajas polvorientas, las herramientas de su difunto padre. Todo en su sitio.
—¿Ves? No hay nadie —dijo.
—¿Y eso qué es? —Nina señaló una cajita que no reconocía, en un estante alto.
Lucía se acercó. Era una pequeña caja de madera oscura, con adornos de latón en las esquinas. En la tapa había grabados que parecían símbolos antiguos.
—¿De dónde ha salido esto? —preguntó Lucía—. No la recuerdo.
—Yo tampoco. Qué raro… —Nina extendió la mano, pero su hija la detuvo.
—No la toques. A lo mejor es de algún vecino, o la dejó aquí la administradora. Preguntaremos a don Armando, él sabe todo lo que pasa en el edificio.
Salieron del trastero, pero Nina no podía evitar mirar hacia atrás. Algo le revolvía el estómago. Y el ruido había cesado en cuanto entraron.
Esa noche, Lucía llamó a su marido.
—Luis, ¿cómo estás? Creo que me quedaré un par de días más. Mamá está muy alterada. Dice que hay ruidos en el trastero y hemos encontrado una cajita rara.
—¿No deberías llevarla al médico? —sugirió Luis—. Después de un susto cardíaco a veces la gente oye cosas… Alucinaciones, ya sabes.
—No son alucinaciones. Yo también he oído los golpes. Y la caja está ahí, la he visto. Mañana le preguntaré al conserje.
—Luchi, dime una cosa… ¿no la habéis abierto, verdad?
—No, mamá no quiso. Y la verdad, da un poco de miedo. Es bonita, pero tiene algo…
—Hicisteis bien. Nunca se sabe…
A la mañana siguiente, Nina se despertó por el ruido. Esta vez era más fuerte, más insistente. Como si alguien exigiera atención. Se puso la bata y salió a la cocina. Lucía aún dormía en el sofá del salón.
Los golpes sonaban cada vez más fuertes. Nina se acercó a la puerta del trastero y apoyó la oreja. El sonido venía de allí, del fondo, de aquel estante alto.
—¿Quién está ahí? —susurró.
El ruido se detuvo. Silencio. Luego, un solo golpe, seco y fuerte.
Nina retrocedió, con el corazón acelerado. Corrió a despertar a su hija.
—¡Lucía! ¡Despierta!
—¿Qué pasa, mamá? —su hija saltó del sofá, alarmada.
—¡En el trastero! ¡Me ha respondido!
—¿Cómo que te ha respondido?
—Pregunté quién estaba ahí y… golpeó una vez. Como si contestara.
Lucia se frotó la cara y miró el reloj. Las seis y media de la mañana.
—Mamá, ¿estás segura?
—Completamente. Llama a alguien. Un cerrajero, o… no sé, a un cura.
—¿A un cura? —Lucía parpadeó—. Pero tú nunca has sido de ir a misa.
—Pues ahora estoy reconsiderando mi fe. Hay cosas en este mundo que no entendemos.
Después del desayuno, bajaron a buscar a don Armando. El conserje barría la entrada del edificio, silbando una copla.
—Don Armando —lo llamó Lucía—, ¿podemos hablar un momento?
—Claro, Lucita. ¿Qué ocurre?
—¿Sabe usted si alguien ha metido una cajita en nuestro trastero? La encontramos ayer y no sabemos de dónde ha salido.
El conserje dejó la escoba y las miró con atención.
—¿Una cajita? ¿Qué cajita?
—Antigua, de madera oscura, con grabados —explicó Nina.
El rostro de don Armando cambió. Palideció, apoyó la escoba contra la pared.
—Ay, eso no es bueno… No es nada bueno. ¿No la habéis abierto, verdad?
—No —respondió Lucía—. ¿Sabe algo de ella?
—La conozco. Era de doña Carmen, la que vivía en el cuarto piso. ¿La recuerdan?
Nina asintió. Doña Carmen había muerto hacía tres años. Una solterona que vivía sola y a la que todos los vecinos miraban con recelo.
—Pues cuando ella murió, me hizo prometer una cosa: que nadie tocara esa caja, que no la abrieran y que la enterraran. Decía que dentro había algo que no debía salir a la luz.
—¿Y qué hizo usted? —preguntó Lucía.
—Pues lo que me pidió. La llevé al cementerio, la enterré cerca de su tumba. Hondo, bien hondo. Y la cubrí con piedras. Pero parece que ha vuelto…
Las mujeres se miraron.
—Don Armando, eso no tiene sentido —protestó Lucía—. Las cajas no caminan solas.
—No sé cómo ha llegado a vuestra casa —el viejo meneó la cabeza—. Pero si doña Carmen decía la verdad, esto es malo. Me contó que de joven le gustaba lo del espiritismo. Llamaba a los muertos, leía las cartas. Hasta que un día algo salió malNina miró la cajita, respiró hondo y, contra todo consejo, giró la llave… y nunca más volvió a oírse un ruido en aquel piso de Madrid.