No llores. Eso significa que no amaste.

—No te arrepientas. Entonces, no era amor.

—¿No pasarás frío con ese vestido? Fuera hace un frío que pela, veinticinco bajo cero, y por la noche promete aún más —dijo su madre, asomándose a la habitación de Lucía.

—No me dará tiempo a congelarme, queda aquí al lado. No voy a ir en vaqueros a un cumpleaños —respondió Lucía, girando frente al espejo mientras se ajustaba el cinturón del vestido.

—¿Vendrá Daniel a buscarte? —preguntó su madre.

—No, dijo que llegaría un poco tarde. Un amigo tiene el ordenador estropeado y lo está arreglando —contestó Lucía con despreocupación.

—Podría terminarlo mañana, si no le da tiempo. ¿Cómo vas a ir sola? No está bien —insistió su madre.

—Mamá, hoy en día eso no importa. ¿Qué tiene de malo? Que no lleguemos juntos, ¿y qué? Bueno, me voy, ya llego tarde. —Lucía metió los zapatos en una bolsa y salió al recibidor.

Sabía que a su madre no le caía bien Daniel. Todo por haberla besado delante de ella. *”No está bien. Debería haber más educación, por Dios”*, le había reprochado después de que él se marchara.

Lucía se calzó sus botas de invierno, se abrigó con un largo plumífero y se envolvió el cuello con una bufanda gruesa.

—¿Y sin gorro? —exclamó su madre, llevándose las manos a la cabeza.

—Me he hecho el pelo, ¿qué gorro? Ya me voy. —Lucía abrió la puerta y salió de casa.

Su madre le gritó algo, pero ella ya bajaba las escaleras a toda prisa, imaginando la noche divertida que le esperaba y el reencuentro con Daniel.

Su romance había sido intenso y rápido. Lucía esperaba que en cualquier momento le pidiera ser su novia formal.

El aire helado le abrasó la cara y las manos, colándose bajo el abrigo. Se envolvió mejor en la bufanda, hundió la nariz en ella y se apresuró hacia casa de su amiga Carla. *”Ojalá Daniel llegue pronto”*, pensó. Había llamado media hora antes. *”Si no me molestas, terminaré antes”*, le respondió él, cortante. Y no volvió a llamar.

En el portal, Lucía se apartó la bufanda de la cara. No cogió el ascensor; subió las escaleras para entrar en calor. Aunque solo vivía a dos calles, ya tiritaba de frío.

La puerta del piso, de donde salía música, estaba entreabierta. Algún chico que salió a fumar no la cerró del todo. O quizá Carla la dejó así para los rezagados. *”Qué suerte. Pasaré desapercibida”*, pensó Lucía, entrando en un recibidor a media luz. La música y las risas la envolvieron al instante.

Se quitó el abrigo y guardó la bufanda en una manga. En los colgadores había tres o cuatro chaquetas de invierno apiladas. Carla había dicho que vendría mucha gente. A duras penas, Lucía encontró un hueco para su abrigo. Se calzó los zapatos, tiritó y entró en la habitación.

La luz intensa la cegó tras la oscuridad del recibidor, y la música fuerte aceleró su corazón. Un grupo de chicos y chicas bailaba alrededor de una mesa, ocupando todo el espacio. Nadie la miró. Buscó a Carla con la mirada, pero no la vio.

Intentando esquivar a los bailarines, Lucía se abrió paso hacia la cocina. Justo cuando llegaba a la puerta de cristal, esta se abrió de golpe. Carla, con las mejillas arreboladas, los ojos brillantes y una sonrisa triunfal en los labios, casi se chocó con ella. La sorpresa borró al instante la sonrisa de su amiga.

Y detrás de Carla apareció Daniel, alisándose el pelo revuelto con los dedos.

—¿Ya has llegado? —preguntó Lucía, mirando alternativamente a Carla y a él.

Su amiga ya se había recuperado y sonreía como si nada.

—El cumple ya está en su mejor momento. ¿Por qué llegas tarde? —dijo—. ¿Vamos a bailar? ¿O quieres tomar algo antes? —Pasó de largo junto a Lucía.

—No me llamaste. ¿No te diste cuenta de que no estaba? ¿O estabas demasiado ocupado? —preguntó ella, con voz cargada de amargura.

—Es que no tuve tiempo. Yo apenas acabo de llegar —dijo Daniel, inclinándose para besarla, pero ella se apartó.

Hasta entonces, no había notado el olor del perfume favorito de Carla.

—Lucía, ¿qué te pasa? Solo estábamos cortando embutido —intentó justificarse Daniel.

—Deberías limpiarte el pintalabios de la mejilla. Dale esto. —Le metió la bolsa del regalo en las manos.
Daniel apenas tuvo tiempo de agarrarla cuando Lucía ya se abría paso entre los invitados hacia la salida.

En el recibidor, se quitó los zapatos, se metió en las botas, arrancó el abrigo del colgador y salió corriendo. La bufanda se le cayó por las escaleras. Al agacharse a recogerla, Daniel salió tras ella. Lucía echó a correr.

—¡Lucía, lo has entendido todo mal! —gritó él a sus espaldas.

Al salir a la calle, el frío le quemó de nuevo la cara. Recordó que había dejado los zapatos, pero no iba a volver por ellos. *”¿Cómo pudo hacerlo? Llegó antes y no me llamó, no me buscó… Y Carla, qué amiga. ¿Cómo pudo traicionarme así?”* El llanto la ahogaba mientras caminaba en dirección opuesta a su casa. Solo se dio cuenta de lo lejos que estaba cuando las pestañas se le congelaron y perdió la sensibilidad en la nariz.

*”¿Y ahora adónde voy? ¿A casa? Mamá me preguntará, intentará consolarme, dirá que nunca le gustó Daniel… ¿Iglesia? Habrá misa de gallo. No, habrá demasiada gente, y queda lejos.”*

Miró alrededor. Había caminado bastante. Entró en una tienda para calentarse. Ahora lamentaba haberse puesto el vestido fino. El frío le calaba los huesos a pesar del abrigo. *”Voy a enfermar. Pues bien. Que se sientan culpables…”* Se limpió la nariz. El rímel se le corría por las mejillas entre lágrimas y escarcha derretida.

La tienda estaba vacía. La cajera, aburrida, la miraba con curiosidad. Lucía se quitó la bufanda del cuello y se la puso en la cabeza, anudándola bien. Volvió a salir al frío.

De pronto, escuchó pasos en la nieve y una respiración agitada. Al girarse, vio a un chico vestido de negro, con capucha.

Se dio cuenta de que no había nadie más en la calle. Apuró el paso, pero el chico no se despegaba. Pronto, el ritmo acelerado la dejó sin aliento.

—¿Huyes de alguien? —preguntó él.

Lucía fingió no oír. *”Si no le hago caso, se irá”*, pensó. Pero el chico seguía ahí, pegado a ella.

—¿Te hizo daño alguien? ¿Tu novio te dejó? No te arrepientas. Si te dejó, no te quería —dijo de nuevo.

Lucía se detuvo, dispuesta a responder con un *”¿a ti qué te importa?”*, pero algo en su mirada, cálida y comprensiva bajo la capucha, la hizo callar. No percibió amenaza ni malicia. Bajó la vista y siguió caminando.

En silencio, llegaron a su portal.

—Gracias por acompañarme —dijo Lucía.

—De nada. No podía dejarte sola.Al año siguiente, mientras paseaba con su hijo en brazos y su marido a su lado, Lucía recordó aquella noche fría y sonrió, porque a veces la vida corrige nuestros errores con regalos inesperados.

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MagistrUm
No llores. Eso significa que no amaste.