No llora, no espera, no añora
El marido de Lucía siempre ha sido sereno, callado, tranquilo y educado. Así era Javier cuando, veintitrés años atrás, le pidió que se casara con él.
Una tarde de verano, paseaban como siempre cerca del río, a las afueras del pueblo, cuando él se detuvo, le tomó las manos y murmuró con suavidad:
—Lucita, quiero unir mi vida a la tuya. Estamos destinados a estar juntos.
La miró con calma, seguro de sí mismo, sabiendo que ella no le diría que no. Sintió que lo amaba. La joven se sonrojó de felicidad, el corazón le latía con fuerza:
—Sí, sí, Javi, sí. Me casaré contigo.
Los dos estaban llenos de alegría.
—Construiré una casa nueva para nosotros. Mi padre me ayudará. Ya tenemos el terreno elegido. Ven, te lo enseño.
Caminaron de la mano hasta detenerse bajo un enorme cerezo.
—Aquí será. Solo que habrá que cortar este cerezo. Está viejo, algún día podría caerse sobre la casa. Podemos plantar uno nuevo.
—Qué bien, Javi. Desde las ventanas se verá el río.
Tras la boda, vivieron un tiempo en casa de los padres de Javier, pero pronto terminaron su hogar. Él siguió ampliándolo, añadiendo otra mitad con entrada independiente.
—Para nuestros hijos. Por si alguno decide quedarse en el pueblo. Que tenga su propia entrada.
—Qué previsor eres —se alegraba Lucía, siempre de acuerdo con su esposo.
No tuvieron muchos hijos, solo una hija, Sofía. La criaron con amor hasta que, al entrar en la universidad, les sorprendió con una noticia:
—Mamá, papá, no cuenten conmigo. No me quedaré en el pueblo. Quiero vivir en la ciudad, y además está Pablo.
Así quedó vacía la otra mitad de la casa. Lucía la limpiaba, lavaba las ventanas, pero Javier casi nunca entraba. En su parte había suficiente espacio, limpio y acogedor. Vivían solos, su hija estudiaba lejos. En veintitrés años de matrimonio, nunca Javier había levantado la voz a Lucía. Siempre sereno, respetado por todos en el pueblo.
Hasta que, dos días atrás, ese hombre tranquilo y educado llegó del trabajo y le dijo:
—Lucía, me cuesta decírtelo, pero nuestra vida juntos ha llegado a su fin. La vida es así hoy; el amor se va después de veinte años. He conocido a otra mujer, pero te agradezco todo este tiempo. No abandonaré a Sofía, seguiré pagando sus estudios. La casa es para ti y para ella.
Siguió hablando, pero Lucía se dejó caer en el sofá, apenas escuchando. Sentía el pulso en las sienes, hasta que oyó:
—Lo siento.
Y salió con una maleta, preparada de antemano, cerrando la puerta con suavidad.
Lucía lloró.
—¿Por qué a mí? Sabía que esto le ocurría a muchas, pero nunca pensé que llegaría a nuestra familia. ¿En qué fallé? Quiero cerrar los ojos y creer que es un sueño. Que al despertar, todo estará bien. Pero no, mi marido, mi hombre tranquilo, se ha ido para siempre —pensó aquellos primeros días.
La primera semana, incluso más, alimentó la esperanza de que volviera. Pero no ocurrió. No supo adónde ni con quién se fue. Y no quiso preguntar. Pasó el tiempo, se serenó, aunque a veces reflexionaba:
—Así es el destino. Primero me dio un marido, luego me lo quitó. Ahora aprendo a estar sola. Nuestra vida juntos quedó atrás, quizá él ya me olvidó, pero yo aún no puedo. Aunque lo dejo ir.
Dejó de llorar, pero a veces volvían los recuerdos de su exmarido, del que se divorció enseguida. A veces, mirando por la ventana, pensaba:
—En algún lugar vive Javier, con un nuevo amor. Para mí fue como un rayo en cielo despejado. Nunca fue un vividor, ni un mujeriego. Jamás esperé esto de él. Pero así pasó.
Pasaron seis años. El resentimiento se desvaneció, aunque no creía que el tiempo curara, el dolor se mitigó. Ya cumplía cincuenta, pero lucía bien, siempre había sido una belleza. Sofía se casó con un chico de ciudad y vivían en la provincia, con un nieto que apenas visitaba.
Una tarde de verano, Lucía tomaba té en el porche. No quería estar dentro. Su vecina Nuria, enfermera, entró al jardín con energía para animarla, pues la veía pensativa.
—Hola, ¿qué te pasa?
—No sé, un bajón —contestó Lucía.
—Pues vengo con noticias —dijo, con mirada intrigante.
—Bueno…
Nuria sonrió, alargando el suspense antes de soltarlo:
—Me fijo en lo bonito que tienes el jardín, las rosas… ¡Cómo lo haces! Todo huele maravilloso y casi nadie lo ve.
—Nuria, ve al grano. Las flores son flores. No has venido a hablar de rosas.
—Cierto… ¿Sabes que el doctor Estébanez se jubiló? Nos mandaron a otro, también se apellida Estébanez, pero se llama Adrián. Le prometieron alojamiento, pero tardará un mes, quizá más. Necesita donde quedarse. Le sugerí tu casa.
—¿Qué? ¿Por qué en la mía?
—Tienes cuatro habitaciones y una entrada aparte, nadie vive ahí. Si tu Sofía no quiso quedarse, que al menos alguien lo aproveche.
—No quiero inquilinos.
—Demasiado tarde —sonrió Nuria—. Llega en una hora. Vamos a prepararle el cuarto.
Lucía suspiró, se levantó y la siguió. En menos de una hora, un hombre alto y apuesto entró al jardín.
—Buenas tardes, soy Adrián Estébanez. Adrián, si prefieres —le tendió una mano cálida.
—Lucía —respondió ella, aceptándola.
El inquilino le cayó bien. Adrián era cinco años menor. Por un instante, una idea loca cruzó su mente: *”Si fuera más joven… Pero ya tengo cincuenta”*, y la desechó.
Pronto compartían el té en el porche. Nuria aparecía, pero no se quedaba, tenía familia. Lucía notaba su mirada admirativa.
—No puede ser —pensaba—. Es guapo, debe ser mi soledad jugándome una broma. Pero compartimos tantas cosas…
Adrián estacionó su coche en el jardín, con permiso de Lucía. Un domingo, le propuso:
—¿Vamos a la ciudad? Al cine, a cenar… A fin de cuentas, somos jóvenes y solteros —sonrió—. Es domingo.
—Vamos —aceptó ella alegre, sabiendo que él estaba divorciado.
Pasaron un día estupendo. Repitieron el siguiente domingo, y así continuaron. Hasta los vecinos comentaban:
—Qué suerte tuvo Lucía. Un inquilino así, aunque ella sea mayor. Un médico como él encontrará una jovencita. ¿Para qué quiere a una mujer de cincuenta?
Un día, charlando, Lucía le preguntó:
—Adrián, ¿por qué un hombre como tú no está casado? ¿Por qué te divorciaste?
—Me casé tarde. Los médicos estudiamos mucho. Primero hice enfermería, luego la carrera. Hubo romances, claro. Después me fui al norte, quería probarme en condiciones duras, sentirme un verdadero hombre. Allá me casé con una enfermera local, pero duró cuatro años. Bebía demasiado, decía que era por el frío. Sabía que era una enfermedad, y empeoraba. Nos divorciamos, me fui.
—¿Y por qué viniste a este pueblo? Podías trabajar en un hospital grande.
—Quería un nuevoEl tiempo les dio la razón, porque al final, en aquel pequeño pueblo junto al río, comprendieron que la felicidad no tiene fecha de caducidad ni se mide en años, sino en los días que se eligen vivir con el corazón abierto.
Y así, Lucía y Adrián siguieron caminando juntos, demostrando que el amor, cuando es verdadero, nunca llega demasiado tarde.