No devolveré a mi madre a una residencia de ancianos, porque no merece ese final
Me llamo Lucía. Tengo treinta y seis años. A mis espaldas hay un intento fallido de formar una familia, años de lucha interna y un sentimiento de culpa inmenso, a veces asfixiante, hacia la persona más importante de mi vida: mi madre. Y ahora, cuando al fin me parecía que el destino me daba otra oportunidad de ser feliz, me enfrento a una decisión que me destroza por dentro.
—Carmen, no sé qué hacer… —le decía a mi amiga por teléfono mientras miraba al cielo gris de Madrid desde la ventana—. Javier es maravilloso. Atento, fuerte, de fiar. Con él me siento mujer. Quiere que nos vayamos a vivir juntos… Pero, ¿y mi madre? Tú ya sabes cómo es ella…
Sí, Carmen lo sabía. Todos mis allegados sabían que mi madre no era simplemente “una persona mayor apegada a su hija”. Era una mujer que, con los años, se había vuelto posesiva: dominante, hiriente, exigente, pero increíblemente sensible. Cuando la presenté a Javier, todo salió mal.
Desde el primer momento, mi madre empezó con sus rarezas. Lo llamó por otros nombres, fingió confusión, aunque su memoria era excelente. Luego “accidentalmente” volcó el plato de ensalada sobre su pantalón. Javier se levantó y se marchó. En ese instante, mi madre simuló un ataque al corazón. Llamé a la ambulancia, pero en cuanto se fueron los médicos, se acostó y se durmió como si nada. Yo pasé la noche en la cocina, llorando sin entender por qué me tocaba vivir esto.
En nuestra última conversación, Javier fue directo:
—Lucía, deberías considerar una residencia. Allí la cuidarán, tú podrás respirar, y nosotros empezaremos nuestra vida juntos.
No respondí enseguida. Pero dentro de mí resonó un recuerdo, como un eco desde lo más profundo.
Cuando tenía veintidós años, me enamoré de un compañero de trabajo, David. Vivíamos mi madre y yo en un piso de dos habitaciones. Ella se opuso rotundamente. Nos casamos en secreto, y él se mudó con nosotras.
Y comenzó el infierno. Mi madre me llamaba desde una habitación, David desde la otra. Me sentía desgarrada. Las lágrimas se volvieron cotidianas. Al año, él se fue.
—Eres buena persona, Lucía. Pero mientras tu esté en tu vida, no serás feliz —fueron sus últimas palabras.
Me quedé sola. Y me resigné. Hasta que llegó Javier. Hasta que alguien me tendió la mano otra vez. Y ahora, otra vez el mismo callejón sin salida.
Visitamos una residencia de ancianos. Todo estaba impecable, ordenado, cuidado. Pero el ambiente… Era como si hiciera frío dentro. Los ancianos permanecían sentados en silencio, mirando al vacío. Algunos paseaban por los jardines, pero nadie sonreía. No pude aguantar y le pregunté a una cuidadora:
—¿Por qué están todos tan tristes?
—Porque están solos. Los abandonaron. Sus familias ni los visitan ni llaman. Y ellos esperan cada día. Se asoman a las ventanas, caminan hacia la puerta…
Durante el viaje de vuelta, guardé silencio. Pero por dentro me desgarraba. Las imágenes acudían a mi mente: mi madre arropándome cuando estaba enferma, corriendo a la farmacia después del trabajo, cargando sola con mi vida. Sí, era difícil. Sí, a veces insoportable. Pero era mi madre.
Al llegar a casa, Javier preguntó:
—¿Cuándo empezamos a prepararla para irse?
Me giré hacia él y le dije:
—Nunca. No puedo traicionarla. Sería ruin. Mi madre me dio su vida. Aunque no sea perfecta, le estoy agradecida. Si quieres estar conmigo, tendrás que entenderse con ella. Si no, nuestros caminos se separan aquí.
Di media vuelta y me fui. No llamó. Ni al día siguiente, ni a la semana siguiente. Supongo que tomó su decisión.
Y yo tomé la mía. Quizá otra vez no tuve suerte en el amor. Quizá vuelva a estar sola. Pero no podría vivir sabiendo que mi madre llora en una residencia porque la cambié por la comodidad de alguien. No es un trueque justo. No es amor. Y no es lo mío.
Tal vez algún día vuelva a enamorarme. Pero lo que sé con certeza es que mi conciencia estará tranquila. Y mi corazón, vivo.