NO LA QUIERO ASÍ…

“Antonio, pásate”, sonó la voz del jefe por el teléfono directo.
Antonio sabía que otra bronca le esperaba. Y con razón.
“¿Llegas? Siéntate, Antonio. Has vuelto a fastidiarlo todo, amonestación. Y ni hablar del bono trimestral, te lo dije varias veces. ¿Qué te pasa? Se lo prometí a tu padre, y tú me decepcionas, ay Antonio Martín Pérez!” El jefe de producción, Gregorio Benítez, hizo un gesto de hastío. “Lárgate de mi vista, ¡ya eres un hombre hecho y derecho! Piensa, Antonio, ¿a dónde vas? Ni familia, ni aficiones. ¿Cómo piensas vivir?”
De vuelta a casa en el tren de Cercanías. Como siempre, abarrotado; ni para sentarse, todos apretados. Los colegas de la fábrica tenían a sus mujeres esperándoles, con la cena casera puesta. Pero la casa de Antonio estaba vacía, vivía solo. Y su único deseo últimamente: echarse un trago y caer rendido.
Antes, tras el trabajo, salía con los amigos, gustaba a las chicas. Ahora todos casados. Aburridos, con preocupaciones monótonas: hijos y esposas.
En su parada, Antonio casi no logra bajar: una abuela con bolsas bloqueaba el paso en el vestíbulo, ¡imposible rodearla!
En el paso subterráneo, empujones y codazos. Todos con prisas, prisas… ¿pero adónde?
A los veinticinco, Antonio también vivía deprisa. Las chicas se le colgaban. Claro, tenía piso propio piso ya entonces, buen sueldo en la fábrica. Hasta coche se compró, aunque no nuevo, ¡pero suyo!
Su madre le decía: “Cásate, hijo. ¡El tiempo vuela, y tú lo derrochas con esas pintadas! Mira la hija de mi vecina, Jimenita, ¡qué chica más formal! Jovencita, hogareña. Ayuda en todo a su madre, estudia enfermería, y hasta te echa miradas, miro yo”.
Y él: “No me hace falta, esa Jimena tuya. No me gusta, no es mi tipo.”
Y ahí estaba, desperdiciando su vida. Seguramente esa Jimenita freía ahora croquetas con tortilla para su marido, y cortaba ensalada de tomate y pepino. Esperándolo impaciente, y los niños preguntando: “Mamá, ¿cuándo llega papá?”
Pero a él, nadie lo esperaba. Antes hasta le gustaba. Sin darse cuenta, ¿cuándo llegó ese momento? Cuando ya tocaba, cuando las juergas hastiaban, y seguía en la misma rutina.
Antonio subió a su piso, sacó la llave del bolsillo, intentó meterla en la cerradura: no entraba. ¿Qué tontería? Lo volvió a intentar, movió la llave en la cerradura, y…
De repente, alguien abrió la puerta desde dentro. Se abrió de golpe, y allí… estaba su madre, con bata de flores, sonrojada.
“Hijo, ¿y tú, viniste directo del trabajo? ¿Por qué no llamaste? Cansado, ¿no? Se te ve agotado. Justo íbamos a cenar con tu padre. Venga, Antoñito, quítate el abrigo, lávate las manos. ¡Eh, padre! ¿Dónde estás? Benito, ¡ven a recibir al niño, está ahí retrasándolo todo!”
Antonio se quedó de piedra, inmóvil.
Salió entonces Benito Martínez: “Hijo, ya creí que traías a tu novia por fin a presentar. ¡Para nietos vamos a morir esperando! Culpa mía, zopenco, no me casé hasta pasados los cuarenta. Y tu madre tampoco era una chiquilla. No tardes tanto, aprende de mis errores, ¡todo hay que hacerlo a tiempo! ¿Entendido?”
“Entendido, papá”, a Antonio se le secó la garganta. “Papá, gracias, a ti y a mamá por todo. Ahora mismo… ¡se me olvidó una cosa!” Antonio bajó las escaleras como una exhalación, salió del portal y corrió sin mirar atrás.
Tras correr una buena distancia, paró, recuperó el aliento y, con cautela, se volvió lentamente. ¿Cómo había ido desde la Cercanías en sentido contrario? Pensativo, y sus piernas, por costumbre, lo llevaron a la casa de sus padres, donde Antonio vivió de crío hasta independizarse. Subió automáticamente, intentó abrir la puerta… pero el problema no era ese. El problema era…
Antonio miró atrás.
El bloque de pisos de sus padres no existía.
En su lugar había un pequeño parque…
Naturalmente, lo derribaron hacía tres años. Y sus padres llevaban cinco fallecidos.
Él había vendido aquel piso, pagó su hipoteca, compró coche, puso lápidas a su padre y madre.
¿Qué fue eso? ¿Dónde había estado? ¿Cómo apareció tan vívidamente en su vieja casa, con su padre y madre?
¡Y ellos, allí, como antes! ¿Como si vivieran?
¿Habrá sido una alucinación?
Antonio estaba anonadado.
Llegó a su casa, se miró largo rato en el espejo. Luego se duchó, se puso chándal, zapatillas y salió a la calle.
Derribaron la casa de sus padres, pero reubicaron a los vecinos en un bloque nuevo, construido cerca. A diez minutos del suyo.
No era seguro encontrarla, y seguramente Jimena estaba ya casada, aunque era más joven que Antonio.
Pero de repente sintió un impulso por comprobarlo, encontrarla, verificar que tenía marido, hijos, familia, ¡que él había llegado tarde! Que ya no tenía oportunidad.
¿Y si Jimena no tenía a nadie? Entonces, ¿qué?
Antonio no tenía respuesta aún para esa pregunta.
Desde aquella tarde, Antonio pasaba cada día tras el trabajo por el barrio de Jimena.
En vano. Probablemente ya no vivía allí. Simplemente se casó y se mudó. Preguntar directamente no quería; si no era destino, no era destino.
Un sábado, Antonio se dijo que sería la última vez que rondaría la casa de Jimena. Total, era una idea descabellada, ¡culpa de aquella visión!
Caminó frente al bloque. Madres paseaban a los niños en el parque infantil, pero Jimena no parecía estar. Aunque, tras tantos años, pod
—Y así, Antón acudía a visitar la tumba de sus padres para dar las gracias por aquella nueva vida renacida tras aquella noche en que lo imposible se hizo posible.

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MagistrUm
NO LA QUIERO ASÍ…