No juzgues al corazón reservado.

En el pueblo de Valdeflores, perdido entre las llanuras de Castilla, a la abuela Martina nadie la quería. Ella misma evitaba a la gente, y “evitaba” era quedarse corto. La odiaba, y en eso los vecinos estaban todos de acuerdo. En cuanto a salud, Martina podía competir con un caballo de tiro: ancha de espaldas, alta, más que muchos hombres del lugar, obligaba a levantar la vista para cruzarse con su mirada. Pero nadie buscaba ese encuentro —no respondía a los saludos, murmurando algo entre dientes y siguiendo su camino sin alzar los ojos. Mejor dicho, sin bajarlos —su estatura era descomunal.

Vivía Martina en el centro del pueblo, en una vieja casa que, según recordaban los mayores, la había construido su padre. La rodeaba una valla alta, tan cerrada que pocos se atrevían a asomarse. La abuela Martina no se andaba con contemplaciones. Una noche de verano, unos chavales bebidos, movidos por la curiosidad, intentaron trepar la valla —querían ver cómo vivía aquella arisca. Martina, al divisarlos por la ventana, salió al portal con una escopeta de caza heredada de su padre y, sin mediar palabra, disparó al aire. Desde entonces, su patio quedó libre de visitas.

Su hacienda no era pequeña: gallinas, gansos, conejos y dos cabras. Los vecinos cuchicheaban: “¿Para qué tanto? Con su pensión tendría suficiente, pero es una tacaña”. Mataba ella misma las aves y los conejos, los llevaba al mercado comarcal y lo vendía todo en un día. Guardaba el dinero en el pecho y volvía a su casa fortificada. Con la leche de cabra hacía queso siguiendo una receta antigua —caro, pero se decía que en la ciudad tenía clientes fijos. Las aves, limpias; los conejos, gordos; los huevos, grandes. Todo sin trampa. Martina no bajaba el precio, pero la mercancía se vendía al instante.

Cuando en el pueblo hablaban de ella, los ancianos recordaban: Martina siempre fue huraña. Su madre murió cuando la niña todavía gateaba. Se quedó sola con su padre —tan grandullón y huraño como ella. Años después, él trajo una madrastra de un pueblo cercano, pero esta, al mes, huyó con una maleta hacia la estación. Algunos susurraban que fue por culpa de Martina. Así que padre e hija quedaron solos. Cuando Martina creció, su padre se fue a la ciudad a comerciar y desapareció. ¿Lo mataron? ¿Salió tras su esposa fugitiva? Nadie lo supo. Martina se quedó sola. Para siempre.

No se casó. “¿Quién aguantaría a una así?”, cotilleaban en el pueblo. Los años pasaron, la gente moría, nacían nuevos vecinos, pero Martina parecía detenida en el tiempo. Ni siquiera las canas la tocaron —siempre llevaba un pañuelo, bajo el cual solo asomaban una mandíbula poderosa, una nariz aguileña y unas cejas negras y espesas, talladas como en piedra.

Una noche de invierno, la casa de los vecinos, los Roldán, se incendió. Martina, sin decir palabra, apareció con una vara y, mientras llegaban los bomberos, ayudó a apagar el fuego. Derribaba las vigas ardientes con tal destreza que la casa pudo reconstruirse casi con los mismos materiales —nada llegó a quemarse del todo. Los vecinos le dieron las gracias, pero Martina solo gruñó algo y se marchó sin volverse.

Cuando Martina murió, al pueblo llegó del centro comarcal la directora del orfanato Nuestra Señora de la Esperanza, doña Carmen Ruiz, con tres cuidadoras y una docena de niños. Los vecinos, más por curiosidad que por pena, entraron en su patio. Allí descubrieron un orden impecable: gallinero, jaulas de conejos, establo para las cabras —todo como en revistas extranjeras. Dentro de la casa, pulcritud absoluta, pero vacío. Una mesa, una silla, una cama de hierro con el somier hundido, un armario torcido con un plato rajado, una cuchara, un cuchillo y una taza sin asa. Junto a la ventana, un banco viejo, pulido por el uso, y sobre la lumbre, ropa doblada con esmero. Nada más.

Sobre la mesa había un sobre, con una letra firme: “A doña Carmen Ruiz, de Martina González Hernández”. La directora lo abrió y leyó una hoja arrancada de un cuaderno. Más tarde contaría que, durante veinte años, Martina había enviado cada mes dinero al orfanato —cantidades nada despreciables, que habían sido de gran ayuda. En la nota ponía: “Dejo la casa, la hacienda y todas mis posesiones al orfanato Nuestra Señora de la Esperanza. Los niños no tienen culpa de nada”.

Los vecinos callaron, mirando aquel hogar vacío. Alguien recordó a Martina, aún joven, sentada junto al río, mirando el agua como si esperase a alguien. Otro susurró que quizás su padre no había desaparecido, sino que la abandonó. Y ella, tras encerrar su corazón, cargó con ese peso toda la vida. Hasta que, al fin, se lo dio todo a unos niños ajenos e inocentes, los únicos que no la juzgaron.

Rate article
MagistrUm
No juzgues al corazón reservado.