Noemí lo encontró por casualidad—en el paso subterráneo junto a la estación de Barcelona, donde el aire olía a humedad, café barato, melodías callejeras y prisas. Él estaba apoyado contra una pared descascarada, con una guitarra en las manos, cantando. No alto, no para la multitud, pero con una voz que atravesaba el corazón. Cantaba como alguien que ya no temía ser escuchado ni olvidado. Para sí mismo, aunque su voz, como un hilo, se enredaba entre el bullicio, la encontraba y se clavaba en su memoria. Y lo reconoció al instante.
Una voz del pasado.
La voz que una vez aceleró su corazón, alargó sus noches y encendió esperanzas como velas que prendía en soledad. La voz que llevaba años intentando silenciar, pero que seguía viva en algún rincón de su mente, demasiado clara, demasiado dolorosa.
Marcos.
Llevaba la misma chaqueta—negra, gastada por el tiempo, como un viejo compañero de viaje. El pelo más largo, la barba más espesa, y en los ojos esa misma chispa esquiva, como si siempre estuviera a medio camino hacia algo inexplicable. Se detuvo. Sacó la cartera. Buscó algunas monedas y las dejó caer en la funda de la guitarra. El sonido del metal resonó como un eco de lo que fueron.
Él no levantó la vista de inmediato. Cuando lo hizo, no se sorprendió. Solo asintió, como si se hubieran visto el día anterior, como si el tiempo no hubiera destrozado sus vidas.
—Hola—dijo en voz baja—. Sigues igual.
Ella sonrió con amargura:
—Y tú no eres el mismo.
—La vida—encogió los hombros, y en ese gesto estaba toda su historia—. A unos les deja el rostro, a otros solo canciones.
—¿Y a ti qué te ha dejado?
—El camino. Y unas cuantas canciones que a nadie le interesan.
Sonrió, pero en sus ojos ya no había esa audacia que antes la desarmaba. En la canción que terminaba se colaban motivos de trenes, despedidas y lo imposible de volver atrás.
—¿Sigues cantando?—preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—Ahora solo canto—contestó él, con una liviandad que ella no recordaba—. Es más honesto. Nadie pregunta por qué. Nadie espera que me convierta en otra cosa.
—¿Y te basta con eso?
—Ahora sí. Antes siempre corría tras algo más grande. Ahora solo vivo.
Callaron. La multitud pasaba a su lado, la ciudad seguía su ritmo, ajena al hilo frágil que alguna vez los unió. No sabía que ella lo esperó bajo una farola, escribió cartas que él no leyó, llamó al vacío. Que desapareció sin una palabra, como si nunca hubiera existido.
—No pude hacerlo de otra manera—dijo él de pronto, mirando hacia un lado—. No me justifico. Solo… estaba vacío. Roto.
—¿Y ahora?
Observó sus manos, las cuerdas de la guitarra. Las rozó con los dedos y sonaron suaves, como un eco lejano.
—Ahora al menos canto. Y no huyo. Eso ya es algo, ¿no?
Ella asintió. Lento, con cuidado. Algo se movió dentro de ella—no dolor, no rencor, sino algo ligero, casi intangible. Como si una vieja melodía sonara de nuevo, pero ya no la arrastrara atrás, no la hiciera llorar. Solo un eco suave en el pecho, sin el peso que la acompañó durante años.
—Tengo que irme—dijo—. Me esperan.
Él no la retuvo. Solo preguntó, casi en un susurro:
—¿Un café? Solo eso. Como antes. Sin pasado. Sin promesas.
Ella lo miró. El pasillo subterráneo, la guitarra, esos ojos donde aún habitaba el viento de los caminos. Siempre fue así—en movimiento, un paso al margen, incluso cuando estaba cerca.
—Hoy no, Marcos—respondió—. Gracias. Ya no tomo “solo un café”. Siempre termina siendo algo más.
Y se fue. Paso a paso, cada vez más firme. Sin mirar atrás. Como si con cada zancada dejara atrás no a él, sino a la mujer que esperó, creyó, soñó.
Delante, la rutina, los encuentros, el trabajo, una velada tranquila con un libro. Una vida que no se detiene. Que avanza sin pausa, sin vuelta atrás.
A veces la gente regresa. No para quedarse. Sino para recordarte que ya te has ido. Y que fue lo correcto.
Ella se marchó. Y por fin se sintió libre.