Elena tropezó con él por casualidad—en el paso subterráneo de la estación de tren en Sevilla, donde el aire olía a humedad, a café barato, a melodías callejeras y a pasos apresurados. Estaba allí, recostado contra una pared descascarada, con una guitarra en las manos, cantando. No alto, no para la multitud, sino de una manera que su voz atravesaba el corazón. Cantaba como alguien que ya no temía ser escuchado ni olvidado. Cantaba para sí mismo, pero su voz, como un hilo, se enredaba en el bullicio, la encontraba a ella y se clavaba en su memoria. Y lo reconoció al instante.
La voz del pasado.
La voz que alguna vez aceleró su corazón, alargó las noches hasta lo infinito y encendió sus esperanzas como las velas que solía prender en soledad. La voz que intentó ahogar durante años, pero que seguía viva dentro de ella, escondida en un rincón de la memoria donde todo suena demasiado claro, demasiado doloroso.
Javier.
Llevaba la misma chaqueta—negra, desgastada por el tiempo, como un viejo compañero de viaje. El pelo más largo, la barba más espesa, y en sus ojos, esa misma chispa indescifrable, como si siempre estuviera en camino, siempre a medio paso de algo que no podía explicar. Se quedó quieta. Sacó la carterilla. Buscó entre las monedas. Las dejó caer en el estuche abierto de la guitarra, y el sonido del metal resonó como un eco del pasado.
No levantó la mirada de inmediato. Y cuando lo hizo, no mostró sorpresa. Solo asintió, como si se hubieran visto el día anterior, como si el tiempo no hubiera desgarrado sus vidas.
—Hola—dijo en voz baja—. Sigues siendo la misma.
Ella sonrió con amargura:
—Y tú no eres el mismo.
—La vida—se encogió de hombros, y en ese gesto estaba toda su historia—. A unos los deja intactos, a otros solo les quedan canciones.
—¿Y a ti qué te dejó?
—El camino. Y una docena de canciones que a nadie le importan.
Sonrió, pero en sus ojos ya no estaba esa arrogancia que alguna vez la dejó sin aliento. En la canción que terminaba de cantar, había ecos de trenes, de despedidas, de la imposibilidad de volver.
—¿Sigues cantando?—preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta.
—Ahora solo canto—contestó, con una ligereza que no recordaba en él—. Es más honesto. Nadie pregunta por qué. Nadie espera que me convierta en otra cosa.
—¿Y eso te basta?
—Ahora sí. Antes corría tras algo más grande. Ahora solo vivo.
Callaron. La multitud fluía a su alrededor, la ciudad rugía sin saber que alguna vez los unió un hilo frágil. Que ella lo esperó bajo la farola de su casa, que escribió cartas que él nunca leyó, que llamó al vacío. Que él desapareció sin dejar palabra, sin rastro. Simplemente se fue, como si ella nunca hubiera existido.
—No pude hacerlo de otra manera—dijo él de pronto, mirando hacia otro lado—. No me excuso. Solo… estaba vacío. Hecho pedazos.
—¿Y ahora?
Observó sus manos, las cuerdas de la guitarra. Pasó un dedo sobre ellas y sonaron, como un eco lejano.
—Ahora al menos canto. Y ya no huyo. Eso ya es algo, ¿no?
Asintió, lenta, cuidadosa. Alguno se estremeció dentro de ella—no dolor, no rencor, sino algo suave, casi ingrávido. Como si una vieja melodía volviera a sonar, pero ya no la arrastraba hacia atrás, no le arrancaba lágrimas. En su pecho había un eco ligero, pero sin el peso que la había acompañado durante años.
—Tengo que irme—dijo—. Me esperan.
No intentó retenerla. Solo preguntó, casi en un susurro:
—¿Un café? Solo por hoy. Como antes. Sin pasado. Sin promesas.
Ella lo miró. A ese pasillo, a la guitarra, a sus ojos donde aún vivía el viento de los caminos. Siempre había sido así—en movimiento, un paso más allá, incluso cuando estaba cerca.
—Hoy no, Javier—respondió—. Gracias. Ya no tomo “solo café”. Siempre termina siendo algo más.
Y se fue. Paso a paso, cada vez más firme. Sin mirar atrás. Como si con cada paso dejara atrás no a él, sino a la versión de sí misma que esperó, que creyó, que confió.
Por delante, el ruido, los encuentros, el trabajo, una noche tranquila con un libro. Una vida que no se detiene. Que avanza sin mirar atrás, sin pausas.
A veces la gente regresa. No para quedarse. Sino para recordarte que ya te has ido. Y que fue lo correcto.
Ella se marchó. Y por fin se sintió libre.