No hemos perdido el tiempo, solo hemos tardado en encontrar nuestra felicidad.

—No hemos perdido el tiempo, solo hemos tardado en encontrar nuestra felicidad—, dijo Esperanza mientras se acurrucaba más cerca de Román.

Esperanza abrió los ojos y se desperezó con placer. Era domingo, podía quedarse en la cama sin prisas.

Cuando murió su marido, todos esperaban que Esperanza se deshiciera en lágrimas, destrozada por el dolor. Ella pintó en su rostro la máscara adecuada: la de la viuda desconsolada. En el trabajo le dieron días libres para que pudiera despedir con dignidad a su amado esposo.

Externamente, parecían la pareja perfecta. Pero lo que cada uno guardaba dentro, los esqueletos en el armario, eso no era asunto de nadie. No, humanamente, sentía pena por Cosme, como por cualquier persona que parte antes de tiempo. Pero no como por el hombre al que había amado.

Esperanza miró la foto enmarcada sobre la mesilla. Ya estaba bien, era hora de guardarla. Antes no lo había hecho porque venían amigos a consolarla, y era lógico que buscaran con la mirada el retrato del difunto.

Despertarse cada día y ver esa cara satisfecha, como la de un gato bien alimentado, era demasiado. Esperanza apartó la manta, se levantó y se acercó a la estantería. Tomó la fotografía entre sus manos. Observó unos instantes ese rostro cuidado, agradable, el de un hombre seguro de su encanto.

—¿Qué? ¿Te creías imprescindible? ¿Piensas que lloro por ti? Ni lo sueñes. Adiós—. Separó unos libros y escondió el marco entre ellos. —Así. Ese es tu sitio ahora, no en mi vida—. Se sacudió el polvo imaginario de las manos y se dirigió al baño.

***

Cuando Esperanza salió del aula después del último examen, el pasillo estaba vacío. Había sido la última en terminar. De pronto, apareció un chico corriente, sin nada destacable. Habían entrado juntos en la facultad.

—¿Qué tal? ¿Aprobaste?

—¡Sobresaliente! —No pudo evitar sonreír.

—Entonces, seremos compañeros —él también sonrió.

—Aún hay que esperar las listas… —empezó a decir Esperanza, pero estaba segura de que entraría.

—Eso es un trámite. Tienes solo un notable. Superas la nota de corte.

—¿Cuándo publican las listas?

—Pasado mañana, lo he preguntado. ¿Celebramos? —Contuvo la respiración esperando su respuesta.

Esperanza pensó que sus padres aún estarían trabajando, que no tenía que estudiar más, que no tenía nada mejor que hacer.

—Vamos —contestó.

Pasearon por la ciudad, comieron hielo y luego fueron al cine.

Les asignaron grupos distintos. A Esperanza no le importó, pero Román se enfadó. Ahora solo se veían en los descansos y en las clases, donde él siempre se sentaba a su lado.

Una vez, Román llegó tarde y su sitio lo ocupó Cosme Dobrino, que entró en el último momento. Esperanza iba a decir que ese asiento estaba ocupado, pero el profesor subió al estrado y comenzó la clase. Se rumoreaba que era estricto, que si no le caías bien, te ponía un solo suficiente y jamás un notable.

Esperanza pensó que no pasaba nada por sentarse separados una vez.

—Shevchenko está celoso. Casi siento cómo me quema la espalda con la mirada —dijo Cosme, burlón, inclinándose hacia ella.

Esperanza se volvió. Román estaba al fondo, observándolos con expresión sufriente.

—Jóvenes, basta de charla. Señorita, si no le interesa, puede abandonar la clase —la voz severa del profesor la hizo estremecerse.

Todas las miradas se clavaron en ellos, y Esperanza bajó la cabeza sobre el cuaderno.

—Listo, ahora estamos fichados —susurró Cosme, y los dos sofocaron una risita.

El profesor los echó. Primero esperaron en el pasillo, pero luego Cosme propuso ir al bar. ¿Para qué perder el tiempo?

Cosme sabía de todo, contaba historias fascinantes. A Esperanza le gustaba su seguridad. Incluso los profesores lo respetaban por su inteligencia y rapidez.

—Espe, ten cuidado con él. Es un mujeriego, un bufón —le advirtió Román después.

—¿Estás celoso?

—¿Y si lo estoy?

—Román, no hay nada entre Cosme y yo. Solo nos sentamos juntos una vez.

Pero no quedó en eso. Esperanza se enamoró, no podía pasar un día sin Cosme. Todos los veían como pareja, sus padres los consideraban prometidos. Cosme, encantador y educado, había conquistado hasta a su madre. Tenía un don para cautivar a las mujeres, sin importar la edad.

Decidieron no apresurar la boda, pero la vida cambió sus planes: Esperanza quedó embarazada. Cuando se lo contó a Cosme, él lo tomó con calma.

—Qué fuerte, seré padre. Pero… ¿con qué lo mantenemos? ¿Y los estudios? Esperanza, ¿y si esperamos? Es pronto aún.

Ella aceptó. Había tiempo para pensarlo. Pero las náuseas llegaban en los peores momentos, se sentía enferma y agotada. Al final, abortó. ¿Cómo estudiar con un niño? Se amaban, tenían planes.

Y Román seguía siendo solo un amigo. Le pasaba apuntes cuando faltaba. Invisible, pero siempre presente.

En verano, después de cuarto curso, se casaron. El padre de Cosme era un hombre importante en su ciudad. Tras graduarse, los llevó a trabajar con él. Cosme ascendió rápido. Esperanza no sentía celos; sabía que era cosa de su suegro.

Un día, durante la pausa del mediodía, Esperanza entró en el despacho de su marido y lo encontró en brazos de una secretaria joven y descarada. La chica pasó junto a ella sin inmutarse, la miró directamente a los ojos y sonrió. Su actitud decía claramente: “Tú te lo buscas, entrando sin avisar”.

En casa, Esperanza montó un escándalo.

—¿Y qué? Todos los hombres tienen sus aventuras. Si crees lo contrario, es que no los han pillado. Tú eres mi mujer. Te quiero. Ella no vale la pena.

Despidió a la secretaria y contrató a otra: alta, delgada y menos atractiva. Esperanza se calmó.

¿Dejar a Cosme? ¿Para qué? Al principio, otro podría parecer mejor, pero… ¿merecía la pena cambiar lo malo por lo dudoso? Seguían siendo la pareja perfecta ante los ojos del mundo.

Luego, una “amiga” le contó que Cosme tenía un hijo. Otra explosión de ira, amenazas de separación.

—Espe, cálmate. El niño no cambiará nada entre nosotros. Te quiero solo a ti. No pienso divorciarme ni dejarte ir —dijo Cosme.

Debería haberlo dejado entonces. Pero tenía miedo. Lo amaba demasiado. Cosme siempre conseguía lo que quería, y Esperanza nunca había tenido un carácter fuerte. Quizá por eso la valoraba. Dos personalidades fuertes no habrían funcionado.

Cosme llegaba a casa a su hora, le daba libertad —que ella nunca usó—, le compraba viajes al sur. Cuando su suegro se retiró, Cosme ocupó su puesto.

En la playa, los hombres solían acercarse. Sabía que la mayoría estaban casados, mintiendo sobre su soltería. La primera semana le halagaba su atención; la segunda, le resultaba molesta. Regresaba a casa con alegría, a su piso lujoso, a Cosme.

Él suspiraba al ver su bronceado, lamentando no poder disfrutar del mar por el trabajo. Y ella sabía que, durante ese tiempo, él no solo había trabajado. Y él sabía que ella lo sabía.

Seguían siendo el modelo a seguir. Pero Esperanza envidiabaY así, bajo el cielo estrellado de la primavera, Esperanza y Román sellaron con un beso el amor que, después de tantos años, por fin les pertenecía.

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No hemos perdido el tiempo, solo hemos tardado en encontrar nuestra felicidad.