—¿Y a ti qué te pasa con que vaya cada día al hospital a ver a mi hermana? —replicó Lucía, secándose las manos en el delantal mientras su marido, Javier, removía el café con gesto hosco—. No entiendo por qué te molesta tanto.
—No es que me moleste —masculló él, evitando su mirada—. Pero vamos, Carmen no está grave. Tiene a su marido, a los niños, a la cuñada… ¿Para qué te empeñas en ir tú también? ¿O es que hay algún médico guapo que te tiene embobada?
Lucía soltó una carcajada amarga. —¡Qué disparate, Javier! La doctora de Carmen es una mujer, así que tu teoría se va al traste.
—Entonces explícame —insistió él, apoyando los codos en la mesa—. ¿Por qué te desvives así? Te levantas a las seis, preparas caldos, compras… Luego del trabajo vuelves corriendo, llenas la bolsa y te vas al hospital. Parece que te gusta sufrir. Mira cómo tienes las ojeras.
—Vale, te lo contaré —susurró ella, recogiendo los platos con movimientos bruscos—. Voy a hacer té y hablamos.
***
Con diecisiete años, Lucía Marín llegó a Madrid desde su pueblo en Jaén, decidida a estudiar Derecho. Las opciones en su aldea eran escasas: ayudar en la tienda de su madre o casarse joven, como su prima. Pero ella soñaba con una carrera, un piso cerca de la Gran Vía y noches de tapas con amigas elegantes.
Aunque no entró en la universidad, logró matricularse en un ciclo superior de Justicia. Consiguió una habitación en una residencia de estudiantes y se aferró a su rutina: clases, bibliotecas y trabajos temporales en cafeterías. Sus padres le enviaban doscientos euros al mes, justos pero suficientes.
En el pueblo había dejado a Dani, su novio de la adolescencia, más interesado en cuidar olivares que en viajar. Él se casó al año con una chica del barrio, y Lucía, lejos de llorar, se sumergió en los códigos penales.
Hasta aquel octubre maldito.
Volvía de la Biblioteca Nacional, donde había pasado horas estudiando para un examen de Derecho Civil. El autobús estaba abarrotado; sintió el roce de alguien al bajar, pero no advirtió el corte en su bolso hasta que, al llegar a la residencia, descubrió el vacío.
—Me han robado —balbuceó ante su compañera de habitación, Paula—. Tenía todo el dinero del mes…
Paula chasqueó la lengua. —¿Llevabas toda la pasta encima? Qué inocente eres, Lucía. Ahora toca apretarse el cinturón… o buscar un papirri —dijo con media sonrisa—.
La idea le repugnó. Esa misma noche, mientras Paula salía con un empresario de cuarenta años, Lucía rebuscó en su armario: un bote de lentejas, medio paquete de arroz, tres sobres de sopa. Calculó que durarían una semana.
—Podría pedirle ayuda a mis padres —pensó en voz alta, pero descartó la idea. Su padre, albañil, llevaba meses sin cobrar.
Al día siguiente, en el hospital, Carmen le apretó la mano. —¿Por qué no me habías contado lo del robo? —Lucía bajó la vista—. Toma —su hermana le deslizó un sobre con billetes—. Es lo que me dio mamá para mis gastos.
—No puedo aceptarlo —protestó Lucía, pero Carmen cerró sus dedos sobre el dinero.
—Cuando tú llegaste a Madrid, yo tenía doce años. Soñaba con ser como tú: valiente. Ahora soy yo quien te cuida —sonrió, débil pero firme—. Y no lo olvides: las Marín no se rinden.
Aquella noche, mientras Javier dormía, Lucía acarició el borde del sobre. Recordó los días comiendo pan con aceite, las noches llorando en silencio… y su promesa: quedarse en Madrid, cueste lo que cueste.
—¿Y? —preguntó Javier al verla sonreír—. ¿Vas a contarme por qué vas cada día al hospital?
Ella tomó su taza, conteniendo las lágrimas. —Porque hace años, Carmen me enseñó que la familia es el único lujo que importa. Y yo… no pienso olvidarlo nunca.