No he olvidado nada

«¿No se te habrá olvidado algo?»

—Vaya manía que tienes de ir al hospital cada día con bolsas hasta arriba —murmuró Andrés a su esposa Lucía mientras cenaban, tras su regreso de otra visita a su hermana—.

—¿Y a ti qué te molesta? —replicó ella, sorprendida.

—No es molestia, entiendo que sea tu hermana. Pero Catalina no está grave, y tiene a su marido, a los hijos, a la nuera… ¿Para qué vas tú también? ¿O habrá algún médico guapo de por medio?

—¡Andrés, qué disparate! —le cortó Lucía, irritada—. Su doctora es una mujer, así que tu teoría se va al traste…

—En serio, explícame. ¿Por qué correr cada tarde del trabajo al hospital? Te levantas a las seis, preparas caldos, zumos… Parece masoquismo. Se te notan las ojeras.

—Vale, te lo cuento —susurró ella, recogiendo la mesa—. Voy a hacer té y hablamos.

—Por fin —dijo él—. Que no entiendo nada.

***

A los diecisiete, Lucía Marín llegó a Madrid tras terminar el instituto en un pueblo de Castilla. Quería estudiar derecho, pero al suspender la selectividad, optó por un grado superior. Nada de volver a donde las oportunidades escaseaban. Su plan era claro: formarse, trabajar y echar raíces en la ciudad.

En el pueblo había dejado a Víctor, su novio del instituto, quien prefería la vida rural trabajando en la granja familiar. Lucía, horrorizada ante ese futuro, rompió sin remordimientos. Él, indiferente, se casó al cumplir los dieciocho con una chica del lugar.

Instalada en una residencia universitaria, Lucía se esforzaba por mantener notas altas y ahorrar. Sus padres le enviaban algo de dinero cada mes, suficiente para vivir sin lujos.

Pero aquel otoño todo se torció. Regresaba de la biblioteca en hora punta, el autobús colapsado. Al bajar, descubrió el bolso cortado: le habían robado la cartera. Todo su dinero —la beca y lo enviado por sus padres— desapareció. Justo cuando su madre le advirtió de retrasos en el sueldo de su padre.

—¿Por qué lloras? —preguntó Marta, su compañera de habitación, al verla hundida en la cama.

Lucía lo contó entre sollozos.

—Vaya chasco —dijo Marta—. ¿Quién lleva todo el efectivo encima? Hay que guardarlo en el sujetador o en calcetines. Eres lista para los libros, pero en la calle…

Lucía asintió, avergonzada. Llamar a sus padres era imposible: su padre, albañil, llevaba meses sin cobrar; su madre, dependienta, malvivía con descuentos de la tienda.

—¿Quieres que te presente a un tipo con pasta? —soltó Marta de pronto—. A cambio de… ya sabes. Con tu cara, no faltarían candidatos.

Lucía se estremeció. Sabía que Marta se beneficiaba de esos «arreglos», pero la idea le repugnaba.

—No, gracias. ¿Podrías prestarme algo hasta la beca?

—Lo siento, me gasté todo en ropa. Pero mi oferta sigue en pie. Cuando el estómago vacía, los principios pesan menos.

Lucía se dio la vuelta y lloró en silencio hasta dormir.

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