“—¿Es que tienes que ir cada día al hospital a ver a tu hermana? Llegas con bolsas llenas como si fuera una emergencia —reprochó Andrés a su esposa Natalia mientras cenaban, tras su visita diaria.
—¿Y por qué te altera tanto? —replicó ella, sorprendida.
—No es alterarme. Entiendo que es tu hermana. Pero Carla no está grave, y tiene a su marido, hijos, nuera… ¿Para qué vas tú además? ¿O habrá algún médico guapo que te interese?
—¡Andrés, qué disparate! —le cortó Natalia—. La doctora es mujer, así que tu teoría se desmorona.
—En serio, explícame. ¿Por qué correr cada tarde desde el trabajo al hospital? Te levantas a las seis, preparas caldos, zumos… Parece un castigo autoimpuesto. Se te notan las ojeras.
—Vale, te lo contaré —susurró Natalia, recogiendo la mesa—. Prepararé té y hablamos.
—Por fin —asintió él—. Así entenderé de una vez.
***
Con diecisiete años, Natalia Villalba llegó a Madrid tras terminar el instituto en su pueblo cordobés. Quería estudiar Derecho, pero al no entrar en la universidad, optó por un ciclo superior. Nada la haría volver a Úbeda, donde solo veía futuro como dependienta, como su madre.
En el pueblo dejó a Víctor, su novio de adolescencia, quien prefería trabajar en el olivar familiar antes que “perderse” en la ciudad. Él se casó pronto con Rocío, una chica del lugar.
Natalia, instalada en una residencia estudiantil, se esforzaba por mantener notas altas y ahorrar. Sus padres enviaban lo que podían desde Andalucía.
Pero un octubre, volviendo en autobús de la biblioteca —abarrotado a hora punta—, descubrió su bolso cortado. Le habían robado la cartera con toda su beca y el giro postal familiar.
—¿Por qué lloras? —preguntó Julia, su compañera de habitación, al verla deshecha.
Al explicarle, Julia soltó:
—Tienes culpa. ¿Quién lleva todo el efectivo? Debías guardarlo en el sujetador. Eres lista para estudiar, pero en la calle, un desastre.
Natalia asintió, humillada. Llamar a sus padres era imposible: su padre, albañil, llevaba meses sin cobrar.
—¿Quieres que te presente a un maduro generoso? —insinuó Julia—. Con tu cara, tendrías vida resuelta.
—No —rechazó Natalia, conteniendo náuseas.
—Piénsalo. Cuando el estómago cruje, los principios importan menos.
Esa noche, Natalia lloró hasta dormir, ignorando los ronquidos de Julia. Soñó con campos de olivos y el olor a gazpacho que su madre dejaba enfriar en el alféizar.”