—¿Es que ahora no paras de ir al hospital a ver a tu hermana? Cada día sales corriendo con las bolsas llenas —murmuró Andrés con gesto de fastidio a su esposa Ana mientras cenaban, tras su regreso de otra visita a la clínica.
—¿Y por qué te molesta tanto? —replicó ella, sorprendida.
—No es que me moleste. Entiendo que es tu hermana, pero Carmencita no está grave. Además, tiene a su marido, a los hijos, a la nuera… ¿Para qué vas tú todos los días? ¿O es que hay algún médico guapo por ahí?
—¡Andrés, qué tonterías dices! —le cortó Ana, irritada—. La doctora de Carmen es una mujer, así que tu teoría se desmorona.
—En serio, explícame. ¿Por qué correr al hospital cada tarde tras el trabajo? Te levantas a las seis, preparas caldos, zumos… Llegas agotada, con ojeras. Parece un castigo.
—Vale, te lo contaré —suspiró Ana, recogiendo los platos—. Preparo café y hablamos.
—Por fin —dijo él—. Porque la verdad, no entiendo nada.
***
Ana Velasco, de diecisiete años, llegó a Madrid tras terminar el instituto en su pueblo de Extremadura. Quería estudiar Derecho, pero al no entrar en la universidad, optó por un ciclo superior en Justicia. Prefería eso a volver a un lugar sin oportunidades, donde su madre trabajaba de dependienta.
Decidió quedarse en la capital: formarse, trabajar, construir una vida. Visitaría a sus padres los fines de semana y les ayudaría cuando pudiera. Tenía planes claros.
En el pueblo, había salido con Víctor Calahorro, compañero de clase. Pero él, a diferencia de Ana, amaba la vida rural. Tras graduarse, empezó en la granja familiar y luego se alistaría en el ejército. Ana rompió con él, segura de que no compartían futuro. Meses después, él se casó con Alba, quien siempre lo había admirado.
Ana se instaló en una residencia estudiantil. Sus padres le enviaban una transferencia mensual, y con su beca, vivía sin lujos pero sin pasar apuros.
Aquel otoño, volvía de la biblioteca universitaria en hora punta. El autobús iba abarrotado. Al bajar, descubrió que le habían robado el monedero. Todo su dinero —la beca y lo enviado por sus padres— había desaparecido.
Justo esa mañana, su madre le advirtió: el sueldo de su padre se retrasaba, debía administrarse bien. Ahora, solo le quedaban unos fideos, arroz y algo de margarina. Sin un céntimo.
—¿Por qué lloras? —preguntó Lucía, su compañera de habitación.
Ana lo explicó.
—Vaya —dijo Lucía—. La culpa es tuya. ¿Quién lleva todo el efectivo encima? Hay que vigilar en el transporte. Eres lista para estudiar, pero en la calle, un desastre.
Ana asintió, sintiéndose igual que una «gallina sin cabeza». Llamar a sus padres le daba vergüenza: estaban ajustados, con su hermana pequeña, Carmen. Pensó en buscar trabajo, pero necesitaría semanas para cobrar.
—¿Quieres que te presente a un señor mayor? —propuso Lucía—. Te daría dinero a cambio de… ya sabes. Con tu cara, no faltarían candidatos.
Ana rechazó la idea con disgusto. Lucía insistió:
—Cuando no comes, los principios importan menos.
—No me prestes dinero, entonces —susurró Ana, volviéndose hacia la pared.
Lloró en silencio hasta quedarse dormida, la mejilla húmeda sobre la almohada.