No hay quien la merezca

**No hay nadie digno de ella**

La madre de Rosario solo soltaba un suspiro cada vez que veía a su hermosa hija. Carmen no lograba convencerla de que la vida no era un cuento de hadas, de que no podía pasar toda la existencia esperando al príncipe azul. Pero era inútil.

—Rosario, vives en un sueño. Mira cuántos chicos buenos hay a tu alrededor. Tus compañeros de clase, Fernando y Raúl, son muchachos decentes. Siempre rondan por aquí, esperando a que salgas. ¿Por qué nunca quieres pasear con ellos? Podrías charlar, conoceros… Quizá descubrirías que un chico corriente también puede tener un alma bonita.

—Mamá, no me importa el alma. Quiero que sea guapo, y en este pueblo no hay ninguno que esté a mi altura. ¡Mírame! ¿Acaso hay alguien aquí que merezca estar conmigo? — decía Rosario, enderezando la espalda, lo que hacía resaltar aún más su figura esbelta. Su belleza era innegable.

Carmen movía la cabeza.

—Hija, no es más feliz la que es bella, sino la bella que es feliz. Ese refrán tiene su razón de ser.

Rosario había escuchado esa frase desde pequeña, pero nunca le dio importancia. Cuanto más crecía, más segura estaba de que la belleza garantizaba la felicidad. Desde niña, todos la habían admirado.

—¡Qué niña más bonita! ¡Qué ojitos, qué monada! — y ella sonreía, disfrutando de los halagos y aceptando los caramelos que le ofrecían.

En el colegio, siempre era la princesa de los festivales, y las demás chicas suspiraban por ser como ella. No entendía que tanta admiración podía volverse en su contra. Carmen lo intuía, pero Rosario, segura de su valor, soñaba con un hombre igual de guapo que ella. Sus compañeros, que intentaban acercarse, solo recibían una sonrisa burlona.

—¿Es que no ven la diferencia entre ellos y yo? — pensaba.

Carmen le repetía que los hombres guapos rara vez eran buenos maridos. Pero ella creía lo contrario. No era buena estudiante, y tras el instituto, solo entró en una escuela técnica. Allí tampoco encontró a nadie que mereciera su atención.

—Mamá, no quiero a ningún Juan ni a ningún Pedro. Yo esperaré a mi felicidad — decía cada vez que Carmen hablaba de matrimonio.

Los chicos no faltaban, y después de graduarse, Rosario trabajó en el ayuntamiento del pueblo. Pero con el tiempo, comprendieron que era inalcanzable y dejaron de mirarla. Sus amigas se casaron, tuvieron hijos, y ella seguía sola.

—Me voy a la capital, mamá. Aquí no hay nada. Allí encontraré mi destino. Aquí todos son demasiado simples para mí — anunció un día, y se marchó.

Carmen no discutió. Estaba cansada de insistir. Sabía que la juventud se escapaba, y su hija seguía sin formar una familia. Sus amigas presumían de nietos, mientras ella no sabía qué decir de Rosario.

Cumplió treinta años, luego treinta y siete, sin encontrar al hombre perfecto. Hasta que entró a trabajar en una empresa importante y conoció al director, Alejandro. Era exactamente como lo había imaginado: elegante, educado, con una sonrisa encantadora y rasgos perfectos.

Era el primero que le interesaba. No le importó que estuviera casado y con dos hijos. Quería ser madre, tener un hijo hermoso como ella, y el matrimonio ya no era su prioridad.

—Que esté casado no importa — pensaba —. Conseguiré lo que quiero.

Alejandro no se resistió. Desde el primer día la invitó a cenar.

—Rosario, jamás había visto a una mujer tan bella. Lamento no haberte conocido antes. Pero tengo familia, no puedo dejarla — fue sincero. —Aunque me encantaría seguir viéndote.

—Alejandro, no te preocupes, esto es un entretenimiento — contestó ella, y él se sintió aliviado.

Pronto quedó embarazada, logrando su objetivo. Alejandro la ayudó económicamente, y ella era feliz. Por fin entendía lo que era la dicha. Dedicó su vida entera a su hijo, Adrián, en quien encontró su razón de ser.

Adrián creció siendo guapo e inteligente. Sacaba las mejores notas, ganaba concursos, destacaba en el deporte. Rosario estaba orgullosa. Pero él, aunque consciente de su atractivo, ignoraba a las chicas que se le acercaban.

—¿Será como yo? — se preocupaba Rosario. —Ojalá no cometa mi error. No debe esperar a la princesa perfecta.

Pero no se atrevía a hablarle. Adrián terminó la universidad, consiguió un buen trabajo y ascendió rápidamente.

Casi a los treinta, le anunció:

—Mamá, estoy enamorado. Me voy a casar. Julia y yo iremos a verte. Es justo la mujer que siempre quise.

Rosario se alegró. Por fin su hijo se decidía. Preparó todo para recibirlos.

Pero al ver a Julia, su sonrisa se desvaneció. Era una chica corriente, simpática pero sin belleza destacable. Durante la cena, apenas habló, decepcionada. Julia lo notó, pero sabía que vivirían lejos, lo cual era un alivio.

Al despedirse, Rosario no pudo contenerse:

—Adrián, no me gusta tu elección. Hay tantas mujeres hermosas, y eliges a esta muchacha sencilla. Encuentra a alguien mejor.

—Mamá, no dejaré a Julia. La amo. Sí, es de pueblo, como nosotros. Pero es buena, lista, y la mejor para mí.

—¡Mírate a ti y mírala a ella! — insistió Rosario.

—No, mamá. Ya hemos puesto los papeles en el registro.

Julia dio a luz una niña. Con el tiempo, floreció. Volvió a trabajar, ascendió, y los hombres empezaron a mirarla. Vivía feliz con Adrián, adoraban a su hija.

Rosario jamás cambió de opinión. Ni los éxitos de Julia, ni su transformación, ni su nieta lograron ablandarla. Seguía creyendo que no era digna de su hijo.

Pasaron los años. Su nieta creció, se casó. Rosario envejecía, ya jubilada, con la salud decayendo. Un día, ingresó en el hospital.

—No puede vivir sola — explicó el médico. —Necesita cuidados.

Adrián llamó a Julia.

—Tráela a casa — dijo ella sin dudar.

Prepararon una habitación. Julia la cuidó con paciencia, a pesar de sus malos modos. Con el tiempo, Rosario aceptó su ayuda, aunque nunca le dio las gracias. Hasta que un día, en un momento de lucidez, la miró con lágrimas.

—Perdóname, hija — susurró.

Julia la abrazó.

—No importa, le queremos mucho.

Esa misma noche, Rosario murió con una leve sonrisa en los labios.

**Lección aprendida: La belleza pasa, el amor verdadero permanece.**

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No hay quien la merezca