No hay nada más aterrador en el mundo…

No hay nada más terrible en el mundo…

—Bueno, todo está bien con Nicolás. Lo doy de alta para la guardería —dijo la doctora, entregándole el justificante a Lucía—. No te enfermes más, Nicolás.

El niño asintió y miró a su madre.

—Vamos —Lucía tomó de la mano a su hijo y, al llegar a la puerta, se volvió—. Adiós.

—Adiós —repitió Nicolás tras ella.

En el pasillo, Lucía sentó a su hijo en una silla y fue a buscar su abrigo. Nicolás balanceaba las piernas alegremente mientras observaba con curiosidad a los demás niños. Una vez vestidos, Lucía le anudó la bufanda.

—Mañana a la guardería. ¿Te ha hecho falta? —preguntó.

—¡Claro! —respondió él, contento.

Salieron del ambulatorio infantil y caminaron por la calle nevada hacia la parada del autobús.

—¡Mamá! Oye, mamá… —Nicolás tiró de la mano de Lucía, que iba distraída.

—¿Qué? —preguntó ella, volviendo en busca de algo con la vista, pensando en que al día siguiente, por fin, volvería al trabajo y la vida seguiría su curso normal.

Siguió la mirada de su hijo y vio a una mujer con un carrito descubierto. Dentro iba un niño de la edad de Nicolás, con la boca abierta, de la que caía un hilo de baba, y la mirada perdida. Lucía apartó la vista al instante.

—Mamá, ¿por qué ese niño va en carrito? Es mayor —preguntó Nicolás en voz baja.

—Está enfermo —respondió ella.

—Pero a mí no me llevabas en carrito cuando estaba malo —insistió él.

—Vamos, rápido. Él está enfermo de otra manera —Lucía miró de reojo a la mujer que se alejaba con el carrito y llevó a su hijo hacia la parada.

Desde que nació Nicolás, no podía ver a niños enfermos sin ponerse en el lugar de sus madres. La compasión le invadía el corazón. Las observaba con empatía, sabiendo que muchas cuidaban solas a sus hijos. Los maridos, a menudo, no lo soportaban y se iban. Por suerte, si tenían familia cerca…

¿Y ella? ¿Podría con esa carga? ¿O lo habría dejado en el hospital? ¿A su Nicolás? Jamás. Ni siquiera pensarlo le daba miedo.

Mientras viajaban en el autobús, Lucía recordó…

***

Ella era simpática y alegre. Salía con chicos, pero no tenía prisa por casarse, y mucho menos por tener hijos. Pero el tiempo pasó, sus amigas se casaron, algunas más de una vez, y algunas ya tenían hijos en el colegio. Familiares y conocidos le preguntaban si ya se había casado y ponían cara de sorpresa al oír su respuesta.

Con el tiempo, también quiso una familia, hijos. Entendió que estaba lista para cocinar, lavar y cuidar de un bebé, pasear con el carrito junto a otras madres. Pero los hombres que le gustaban estaban casados o, quemados por matrimonios fallidos, no querían comprometerse. Y los que se fijaban en ella, a ella no le gustaban. La eterna historia de los desencuentros.

Hasta que un día conoció a él. No era su tipo, no encajaba con el hombre de sus sueños. Pero sus amigas y su madre le insistían: era el momento, si no se casaba ahora, nunca lo haría. El tiempo se le escapaba, había que ser madre, y ella seguía siendo exigente. Pero no lo era. Simplemente, no encajaba.

Su futuro marido hablaba de amor, de hijos, de planes, le hizo una propuesta bonita. Y Lucía aceptó. Tras una boda bulliciosa, enseguida se quedó embarazada. ¿Para qué esperar? Ya tenía treinta y tres.

Paseaba con una sonrisa, miraba a otros niños, en las tiendas se detenía en las secciones infantiles, admirando vestiditos y zapatitos diminutos. Involuntariamente, se tocaba el vientre, como protegiendo esa nueva vida. Ya la amaba, a su niña. Por algún motivo, deseaba una hija.

Apenas pasaron las náuseas cuando comenzaron las pesadillas. Soñaba que perdía a su hijo en la calle o encontraba el carrito vacío. Estaba ahí, y de repente ya no. Gritaba, lloraba, no lo encontraba. A veces despertaba y su vientre había desaparecido, pero tampoco había niño. ¿Dónde estaba?

Se despertaba con el corazón acelerado, tocaba su vientre abultado, pero tardaba en calmarse. Le daba miedo dormir, se desvelaba temiendo los sueños.

—Es normal. Los nervios son frecuentes en el embarazo —la tranquilizaba la doctora en la consulta.

Un día notó que el bebé no se movía. Esperó toda la noche, asustada, y por la mañana fue al hospital. La mandaron a hacerse una ecografía.

—¿Por qué no me dice nada? —preguntó, al borde del llanto, al ver la expresión tensa del médico—. ¿Qué le pasa a mi bebé?

—Tranquila, mamá, hay latido. Escuche —el médico pulsó un botón y Lucía oyó los rápidos latidos del corazón de su bebé—. Solo está dormido. No logro despertarlo.

—¿Él? ¿Un niño? —preguntó sorprendida.

—Sí. ¿No lo sabía?

Cuando al fin sintió una patadita, suspiró aliviada.

—¡Está vivo! ¡Se ha despertado! —se rió entre dientes.

Cuanto más se acercaba el parto, más miedo sentía. Lucía caminaba despacio, con dificultad, el vientre enorme, el dolor de espalda insoportable.

—Es un bebé grande. Un campeón —la calmaban los médicos.

—¿Podré dar a luz? —preguntó nerviosa.

—¿Y qué va a hacer? —sonrió la ginecóloga.

—Pero para ser primeriza, ya soy mayor. ¿O no? —insistió Lucía.

—Hay mujeres que dan a luz a los cuarenta y más. No se preocupe.

—¿Podría hacerme una cesárea? —preguntó con cautela.

—¿Por qué? No hay motivos médicos. Puede hacerlo natural. No se agobie.

—Pero tengo sueños horribles. No es solo miedo… Bueno, sí, miedo. Quizá le parezca una locura, pero tengo un mal presentimiento…

—No se obsesione. Todas tienen miedo. Todo irá bien —la interrumpió la doctora.

Aun así, Lucía insistió en la cesárea.

—Bueno. ¿Dónde piensa dar a luz?

—¿Puedo elegir hospital? Entonces, ¿por qué no el tipo de parto? —La irritación crecía dentro de ella. Sabía que parecía una histérica, pero no podía evitarlo.

—Usted pertenece al Hospital Dos. Hable con la jefa de obstetricia, explíquele sus temores. Y relájese. El estrés afecta al bebé.

Lucía se calmó un poco. Al día siguiente, fue al hospital. En el pasillo, varias embarazadas esperaban con sus madres o maridos. Se sintió incómoda. Llamó a su marido y le pidió que viniera. Una enfermera la hizo pasar.

—Buenos días… —intentó explicar sus miedos, sus sueños, su intuición.

La jefa, seria y antipática, la escuchó y revisó su historial.

—No veo indicios para operar. Ayer una mujer de cuarenta y dos años dio a luz sin problemas. Usted es joven, sana y fuerte. Podrá hacerlo.

—Sé que se puede pagar la cesárea. Pagaré lo que sea —insistió Lucía.

—No se invente cosas —la cortó la doctora—. ¿Sabe que la anestesia puede afectY mientras el autobús seguía su camino, Lucía apretó con fuerza la manita de Nicolás, agradecida por haber confiado en su instinto y por el saludable latido que ahora llenaba su vida de alegría.

Rate article
MagistrUm
No hay nada más aterrador en el mundo…