**No hay nada más terrible en el mundo…**
—Bueno, todo está bien con Nicolás. Lo doy de alta para la guardería. —La doctora le extendió a Helena el justificante—. No te pongas malo otra vez, Nicolás.
El niño asintió y miró a su madre.
—Vámonos. —Helena tomó a su hijo de la mano y, al salir, se volvió—. Hasta luego.
—Hasta luego —repitió Nicolás detrás de ella.
En el pasillo, Helena lo sentó en una silla y fue a buscar sus abrigos. Nicolás movía las piernas alegremente, observando con curiosidad a los otros niños. Cuando terminaron de abrigarse, Helena le ajustó la bufanda al cuello.
—Mañana vas a la guardería. ¿Te ha hecho falta? —preguntó.
—¡Claro! —respondió él, entusiasmado.
Salieron del ambulatorio infantil y caminaron por la calle nevada hacia la parada del autobús.
—Mamá… ¡Mamá! —Nicolás tiró del brazo de Helena, que iba ensimismada.
—¿Qué? —Ella volvió en sí, distraída de sus pensamientos sobre el trabajo y la rutina que al fin retomaría.
Siguió la mirada de su hijo y vio a una mujer empujando un carrito abierto. Dentro iba un niño de la edad de Nicolás, con la boca entreabierta, un hilo de saliva cayendo y la mirada perdida.
Helena apartó la vista al instante.
—Mamá, ¿por qué va en carrito si ya es mayor? —preguntó Nicolás en voz baja.
—Está enfermo —contestó ella.
—Pero a mí no me llevabas en carrito cuando me ponía malo… —insistió el niño.
—Vámonos ya. Está enfermo de otra manera. —Helena miró de reojo a la mujer que se alejaba y tiró de Nicolás hacia la parada.
Desde que nació Nicolás, no podía ver a niños enfermos sin imaginarse en esa situación. La compasión le invadía el corazón. A las madres las observaba con empatía. Cuidaban solas de sus hijos enfermos. Los maridos, casi siempre, no aguantaban y se marchaban. Menos mal si tenían familia cerca.
¿Y ella? ¿Podría soportarlo? ¿Llevar esa carga tan pesada? ¿O lo habría dejado en el hospital? ¿A su Nicolás? No, jamás. Ni siquiera pensar en esa posibilidad la aterraba.
Mientras viajaban en el autobús, Helena recordó…
***
Ella había sido una mujer alegre y atractiva. Salía con chicos, pero sin prisas por casarse, y mucho menos por tener hijos. Pero el tiempo pasó, sus amigas se casaron—algunas más de una vez— y los hijos de otras ya iban al colegio. En cada reunión familiar, alguien le preguntaba si ya se había casado, poniendo cara de sorpresa al oír su respuesta.
Con el tiempo, ella también quiero formar una familia. Se imaginaba cocinando para su marido, cuidando a un bebé, paseando el carrito con las demás madres. Pero los hombres que le gustaban estaban casados o, tras un divorcio, no querían comprometerse. Y los que la pretendían a ella, no le interesaban. La eterna historia de los desencuentros.
Hasta que un día conoció a Álvaro. No era su tipo, pero sus amigas y su madre le insistieron: «Si no te casas ahora, no lo harás nunca. Se te pasa el tiempo, hay que tener hijos». Y ella no elegía, simplemente no encajaba.
Él habló de amor, de hijos, de planes futuros. Le hizo una propuesta bonita, y Helena aceptó. Tras una boda fastuosa, quedó embarazada enseguida. ¿Para qué esperar? Ya tenía treinta y tres años.
Paseaba sonriente, observaba a otros niños, se detenía en las secciones infantiles de las tiendas, admirando vestiditos y zapatitos diminutos. A veces posaba la mano sobre su vientre, como protegiendo a esa vida que crecía dentro. Ya la amaba. Quería una niña, no sabía por qué.
Apenas pasaron las náuseas del embarazo cuando empezaron las pesadillas. Soñaba que perdía a su hijo en la calle o que encontraba el carrito vacío. Gritaba, lloraba, desesperada. Otras veces despertaba y su vientre había desaparecido, pero el bebé tampoco estaba. ¿Dónde estaba?
Se despertaba con el corazón acelerado, tocaba su vientre abultado, pero tardaba en calmarse. Tenía miedo de dormir, de los sueños.
—Es normal. Son preocupaciones típicas del embarazo —la tranquilizó la ginecóloga.
Un día notó que el bebé no se movía. Pasó la noche en vela, esperando, y a la mañana fue al hospital. La mandaron a hacerse una ecografía.
—¿Por qué no dice nada? —preguntó Helena, casi llorando, al notar la expresión tensa del médico—. ¿Qué le pasa a mi bebé?
—Tranquila, mamá, tiene latido. Escuche. —El médico pulsó un botón y se oyó el rápido y fuerte latido del corazón—. Solo está dormido. No logro que se despierte.
—¿Él? ¿Un niño? —preguntó Helena, sorprendida.
—Sí. ¿No lo sabía?
Cuando al fin sintió una patadita, suspiró aliviada.
—¡Está vivo! ¡Se ha despertado! —rió entre dientes.
Cuanto más se acercaba el parto, más miedo sentía. Caminaba lenta, con el vientre enorme, la espalda dolorida.
—Es un bebé grande. Va a ser un campeón —le decían.
—¿Podré parirlo? —se preocupó.
—¿Y qué va a hacer? No tiene opción —respondió la comadrona, sonriente.
—Pero para primeriza, ya soy mayor. ¿Verdad?
—Mujer, hay quien pare con cuarenta y más. No se agobie.
—¿Podría hacerme una cesárea? —insistió Helena.
—¿Para qué? No hay motivo. Usted puede.
—Pero tengo malas sensaciones. Miedo. Sé que suena a locura, pero…
—No se obsesione. Todo saldrá bien —la interrumpió la doctora.
—Aun así… —Helena insistió en la cesárea.
—Elija el hospital donde quiere dar a luz.
—¿Puedo elegir cómo parir, pero no dónde? —La irritación crecía en su interior. Sabía que parecía una histérica, pero no podía evitarlo.
—Vaya a hablar con la jefa de obstetricia. Explíquele sus miedos. Y relájese, eso afecta al bebé.
Al día siguiente, Helena fue al hospital. En la sala de espera, rodeada de embarazadas con sus familias, se sintió incómoda. Llamó a su marido, pero entró antes a consulta.
La jefa, seria y fría, la escuchó sin sonreír.
—No veo necesidad de cesárea. Ayer una mujer de cuarenta y dos años parió sin problemas. Usted es joven y sana. Puede hacerlo.
—Pagaré lo que sea —insistió Helena.
—No haga tonterías. La operación y la anestesia son riesgosas para el bebé —explicó la doctora, exasperada.
—¿Y el parto natural no tiene riesgos?
—No hay manera de hacerle entender. —La doctora hojeó su historial—. Venga tres días antes del parto. Induciremos…
—¿Y si empieza antes y usted no está?
—Me llamarán.
—¿Y si está de viaje? ¿O en el teatro? ¿Vendría corriendo? No quiero perder a mi hijo. Tengo estos sueños… —Helena casi lloraba. Nadie la escuchaba.
—Deje de pensar en desgracias. Yo llegaré —dijo la doctora, secamente.
Helena no le creyóLa jefa la miró con impaciencia, y Helena, con el corazón encogido, comprendió que tendría que luchar sola por su hijo, sabiendo que a veces solo una madre puede escuchar lo que nadie más oye.