—¡Pero cómo has podido ser tan tonta, criatura! ¿Quién va a quererte ahora con un niño? ¡Y cómo piensas criarlo! No cuentes conmigo, ¿entendido? Te di cobijo y ahora esto… ¡Lárgate de mi casa y no quiero volver a verte!
Catalina escuchaba los gritos con la mirada baja. Su última esperanza de que su tía la acogiera, al menos hasta encontrar trabajo, se desvanecía ante sus ojos.
—Si mamá viviera…
Nunca conoció a su padre, y su madre murió quince años atrás, arrollada por un conductor ebrio en un paso de cebra. Cuando protección infantil iba a llevarla a un orfanato, apareció una prima lejana de su madre, quien la acogió. Con su casa en las afueras de un pueblo fronterizo de Andalucía y un sueldo estable, logró la tutela sin complicaciones.
Vivían en las afueras de un pueblo blanco, sofocado por el calor estival y azotado por lluvias invernales. Aunque nunca le faltó comida ni ropa limpia, y aprendió a trabajar cuidando la huerta y los animales, la ausencia de cariño materno pesaba. Pero ¿a quién le importaba?
Catalina estudió con dedicación. Tras el instituto, ingresó en la Universidad de Granada. Los años universitarios volaron, y al terminar la carrera, regresó al pueblo. Pero esta vez, el retorno no era feliz.
La tía, tras descargar su ira, concluyó fría:
—Vete. No quiero verte más.
—Tía Ana, ¿podría al menos…
—¡Basta!
Catalina tomó su maleta y salió. ¿Quién le diría que volvería así: humillada, abandonada y embarazada? Aunque era pronto, decidió confesarlo. No podía ocultarlo.
Necesitaba un techo. Caminaba absorta bajo el sol agosteño, que doraba los campos de olivos y almendros. El aroma a gazpacho y tortilla de patatas flotaba en el aire. Sedienta, se acercó a una casa donde una mujer cocinaba en un hornillo exterior:
—Señora, ¿me daría agua?
La dueña, una mujer robusta de unos cincuenta años, la observó.
—Pasa, si vienes en paz.
Le ofreció un vaso de agua fresca. Catalina bebió con ansia, agotada.
—¿Puedo descansar un momento? El calor…
—Siéntate, niña. ¿De dónde vienes? Veo la maleta…
—Acabé la carrera. Busco trabajo en un colegio, pero no tengo dónde quedarme. ¿Sabe de algún cuarto libre?
Paloma, que así se llamaba, la estudió: joven modesta, con sombras de preocupación en la mirada.
—Quédate aquí. Barato, pero pago puntual. Si aceptas, te muestro la habitación.
Catalina, aún incrédula, asintió. La habitación era pequeña pero acogedora: ventana al jardín, cama, armario antiguo. Acordaron el precio, y esa misma tarde, la joven fue a la consejería de educación.
Los días se sucedieron entre trabajo y rutina. Pronto nació una amistad con Paloma, quien le brindó apoyo. Las tardes las pasaban tomando té de menta en el patio, entre macetas de geranios.
El embarazo transcurrió sin complicaciones. Aunque delgada, su vientre crecía. Confesó su historia:
—En tercer año, me enamoré de Iván, hijo único de profesores universitarios. Sus padres ya tenían su vida planeada: máster, docencia… Nada de compromisos.
Todo cambió cuando supo del embarazo. Él le dejó un sobre con dinero y se despidió en silencio. Ella rechazó abortar: ya amaba a esa vida diminuta.
Paloma la consoló:
—No eres la primera ni la última. Valiente, por no renunciar. El niño te dará alegrías.
En febrero, llegaron las contracciones. Paloma la llevó al hospital. Dio a luz un niño sano:
—Hectorcito —susurraba, acariciando su mejilla.
En la sala, conoció otra tragedia: una mujer abandonó a su hija recién nacida. La bebé, frágil y pálida, necesitaba leche.
—¿Alguien puede amamantarla? —pidió una enfermera.
Catalina, compadecida, la tomó en brazos:
—Pobrecita… Te llamarás Marisol.
Dos días después, un capitán de la Guardia Civil visitó el hospital: padre de la niña abandonada. Diego Martínez, hombre de mirada firme, agradeció a Catalina por cuidar a su hija.
El día del alta, una furgoneta decorada con globos azules y rosados esperaba a Catalina. Diego ayudó a subir a Paloma y al bebé, entregándole dos paquetes: ropa para ambos niños.
Así partieron, bajo miradas curiosas. La vida, caprichosa, había unido destinos rotos.
Porque nadie sabe cómo los actos rebotan. A veces, el dolor siembra caminos inesperados… como semillas que florecen bajo el sol andaluz.