¡Está claro que todo esto es culpa mía! solloza la hermana de mi novio, con tanto drama que ni en las telenovelas la igualan. ¡Ni en sueños pensé que acabaría así! Y ahora no tengo ni idea de cómo salir de este lío sin que se me caiga la cara de vergüenza.
La hermana de mi novio se casó hace unos años, con toda la parafernalia y los kleenex del enlace.
Después de la boda, se decidió que los recién casados se instalarían en casa de la madre de él. Los padres solo tenían un hijo y vivían en un pisazo de tres habitaciones en pleno centro de Valladolid, con vistas al Pisuerga.
Yo me quedo con una habitación y el resto es para vosotros declaró la suegra, como quien reparte la baraja. Todos somos gente de bien, seguro que nos llevamos estupendamente.
Y si no, pues nos largamos, cariño aseguró el flamante marido a su mujer, desplegando ese optimismo tan castizo. No veo nada malo en probar suerte con mi madre bajo el mismo techo. Si la convivencia no cuaja, buscamos piso en alquiler y listos…
Eso hicieron. Aunque claro, una cosa es predicar y otra muy distinta convivir. Aquello fue una prueba de paciencia al estilo del Camino de Santiago: todos pusieron de su parte, pero la armonía brillaba por su ausencia. Lo que empezó siendo buen rollo se fue tiñendo de reproches dignos de tertulia de sobremesa. De vez en cuando, la tensión saltaba por los aires y los rifirrafes se convirtieron en el pan nuestro de cada día.
Dijiste que si esto se torcía, nos íbamos le lloriqueaba ella entre lágrimas.
Pero mujer, ¿no ves que son tonterías? contestaba él, más frío que un gazpacho en agosto. No es para tanto ¿te vas a ir por estas nimiedades?
Justo al año de la boda, va ella y se queda embarazada. Nace un chaval de los que hacen historia en la familia.
Y claro, la llegada del nieto coincidió con que la suegra acababa de dejar el curro y no encontraba otro porque en todas partes solo les faltaba poner un cartel: No contratamos a señoras cerca de la jubilación. Resultado: la nuera y la suegra, a cara de perro las 24 horas, sin nada mejor que hacer que medirse las pulgas mutuamente. El ambiente en la casa podía cortarse con un cuchillo de untar sobrasada.
El marido, mientras tanto, cruzado de brazos, escuchaba las quejas como quien oye llover, porque era el único que traía sueldo a casa.
Cariño, no podemos dejar a mi madre tirada, no tiene un duro y no es plan de abandonarla. Mira que si tuviera trabajo lo arreglábamos, pero ahora ni de coña podemos pagar un piso aparte y encima ayudarle a ella. En cuanto encuentre faena, nos vamos.
Pero la paciencia de nuestra protagonista tenía más fin que una serie turca. Una mañana, coge la ropa del nene, mete cuatro cosas en una maleta y se muda a casa de su madre, allá en el barrio de Salamanca. Al salir, le suelta al marido: que no piensa volver a poner un pie en el piso de su suegra. Si tanto quiere a su familia, que se apañe.
Ella estaba convencida de que él la echaría de menos y correría tras ella como en las baladas de Julio Iglesias. Pero nada de eso. Nanai de la China.
Han pasado más de tres meses desde la mudanza y el marido ni se inmutó. Él sigue en casa de su madre, hablando con su señora e hijo por videollamada después del trabajo, y los fines de semana les hace una visita rápida a casa de la suegra. ¡Todo comodidades!
Ahora, tiene la ventaja de que las dos mujeres compiten a ver quién le cuida mejor; la madre ata corto al hijo que la nuera le ha dejado cabreada y, para colmo, él no se preocupa por cuidar al crío. ¡Vamos, el tío ha salido ganando! Y la suegra, pues tampoco parece que eche nada en falta, desde luego.
¿Y la nuera? Pues está que trina. Ama a su marido, aunque sabe perfectamente que su actitud deja mucho que desear.
¿Qué esperabas, que te suplicara? le suelta él con una tranquilidad pasmosa. Cuando quieras, puedes volver.
Obviamente, ella tampoco tiene en mente pirarse del piso de su madre ni alquilar nada, porque estando con baja de maternidad y sin un euro, va lista.
¿Será este el final de la familia? ¿Tendrá siquiera una mínima posibilidad de volver a la casa de la suegra y salvar la dignidad? Aquí todo el mundo está esperando a que el otro dé el paso. Porque en esta familia, como en muchas otras de aquí, lo de perder la compostura es el pan nuestro de cada día, pero eso sí, siempre con cierta retranca castiza.







