¡No habrá ninguna casa de campo!
Yana acababa de meter la llave en la cerradura cuando sintió que algo iba mal. El piso no estaba vacío. Desde la cocina llegaban voces: una masculina y otra femenina, de mayor edad. Su suegra había venido de visita. Yana hizo una mueca. Su relación era tensa: cordial en apariencia, pero llena de reproches y sermones. No quería enfrentarse a ella, así que decidió salir a dar un paseo hasta el supermercado. Que esperara sola.
Pero al dar un paso en el pasillo, se detuvo. El tono de la conversación entre su marido y su madre le hizo sospechar. Escuchó atentamente—y lo que oyó la dejó paralizada.
—Tranquila, pronto Yana aceptará lo de la casa de campo—decía Darío con calma.
—Lo importante es que la pongan a tu nombre—añadió su suegra. Yana arqueó las cejas. ¿En serio?
—No sé cómo convencerla, pero pensaré algo. Y si no funciona, da igual, la compraremos estando casados y se dividirá. Pero su piso quedaría para ella en el divorcio… Eso no es justo. Llevamos dos años viviendo en el mío, yo también merezco algo.
Yana se quedó helada. ¿Qué divorcio?
—Claro, pienso lo mismo—dijo su suegra—. Así tú y Mariví podréis conseguir algo mejor. ¿Cómo vais con eso?
¿Quién era Mariví?
—Bien, pero ella quiere que me divorcie ya—respondió Darío—. Le digo que hay que esperar. En cuanto tengamos la casa de campo, lo haré. A Yana le diré que es más seguro tener el dinero en mi cuenta, que lo transfiera. Ella es confiada…
Yana se agarró a la pared. Le zumbaban los oídos. Ante sus ojos pasó todo: desde el primer encuentro hasta su visita reciente a la inmobiliaria, donde quiso hacerle un «regalo»—empezar a vender su piso para comprar la casa de campo. Y la tarta que había comprado de camino seguía en la bolsa.
Su madre tenía razón. No vender. El piso era su protección.
Entró en silencio al dormitorio, sacó una maleta y empezó a meter su ropa. Un minuto después, Darío apareció en la puerta.
—¿Yana? ¿Ya has llegado? ¿Qué haces?
—¿Qué hago?—su voz temblaba—. ¿Queríais quedaros con mi piso? ¿Ponerlo a tu nombre? ¡Pues no! El dinero de la reforma salió de mi bolsillo—¡tengo todos los recibos digitales! Y lo que compramos juntos, se repartirá. Considera que el regalo se ha terminado.
Su suegra, al oír su tono, desapareció. Darío empezó a balbucear excusas, negándolo todo. Pero era demasiado tarde.
Entonces, Yana lo recordó todo.
Cuando cumplió veinte años, sus padres le regalaron un piso de una habitación. «Es tu seguridad—decía su madre—. Nunca lo vendas. Que siempre tengas un lugar al que volver». En ese momento le pareció exagerado, pero ahora… Ahora cada palabra sonaba a profecía.
Conoció a Darío un año después de terminar sus estudios. Se enamoraron. Empezaron a vivir juntos. Él insistió en que se mudara a su casa—«un hombre debe llevar a su mujer a su hogar». Yana alquiló su piso y dividió el dinero: parte para gastos comunes, parte para ahorros.
Luego vino la boda. El dinero de los invitados se usó en reformar el piso de Darío. Su madre se preocupó—¿por qué invertir en una vivienda ajena? Pero Yana lo ignoró: «Vivo aquí, ¿no?».
Luego todo empeoró. Darío se volvió frío, irritable, llegaba tarde. Y, de repente, como por arte de magia, volvió a ser cariñoso. Flores, piropos. Y charlas sobre la casa de campo—aire puro, barbacoas, niños. Presionaba con sutileza: «Tu piso es pequeño. Luego compraremos otro, pero ahora necesitamos la casa».
Yana estuvo a punto de aceptar. Quería hacerle feliz. Incluso fue a la inmobiliaria un domingo y compró una tarta. Pero al volver, lo oyó todo.
Su marido y su suegra ya repartían sus bienes. Planeaban dejarla sin nada. Meter su dinero en el negocio y luego… divorciarse.
No hubo lágrimas. Solo frío. El frío de la traición.
Esa misma noche, Yana recogió sus cosas y se fue. Sus padres la apoyaron. Su madre la abrazó sin decir nada—simplemente estuvo ahí.
Volvió a su piso de una habitación. Caminó por la estancia, tocó las paredes, miró por la ventana. Después, se sentó en el alféizar y susurró:
—Contigo no me divorcio. Eres lo más seguro que tengo. Y en este mundo, la seguridad vale más que el oro.
Porque ya no creía en nada… excepto en las palabras de su madre y en esas paredes.