**Diario Personal**
No habrá ninguna casa de campo.
Apenas Laura introdujo la llave en la cerradura, supo que algo no iba bien. La casa no estaba vacía. Desde la cocina, llegaban voces. Una, masculina; la otra, femenina, de edad avanzada. Su suegra había hecho acto de presencia. Laura torció el gesto. Su relación era tensa: cordial en apariencia, pero llena de reproches y sermones. No tenía ganas de enfrentarla. Decidió salir, dar un paseo hasta el supermercado, dejar que terminara su visita y se marchara.
Pero al avanzar por el pasillo, se detuvo en seco. La conversación entre su marido y su madre la alertó. Había algo en su tono que la hizo quedarse quieta. Escuchó con atención, y lo que oyó la dejó helada.
—No te preocupes, Laura acabará aceptando lo de la casa de campo —decía Javier, con calma.
—Lo importante es que esté a tu nombre —añadió la suegra. Laura levantó las cejas, estupefacta. ¿En serio?
—No sé cómo convencerla, pero pensaré algo. Y si no lo logramos, da igual, compraremos algo estando casados y lo dividiremos. Pero su piso en caso de divorcio se quedaría con ella —qué injusticia. Llevamos dos años viviendo aquí, yo también merezco algo.
El cuerpo de Laura se quedó frío. ¿Qué divorcio?
—Claro, estoy de acuerdo. Así tú y Mariló podréis conseguir algo más grande. ¿Cómo va eso con ella?
¿Quién diablos era Mariló?
—Bien, bien. Ella quiere que me divorcie ya, pero le explico que hay que esperar. Cuando compremos la casa de campo, entonces me divorciaré. A Laura le diré que el dinero en mi cuenta es más seguro, la convenceré de que lo transfiera. Es confiada.
Laura se agarró a la pared. Un zumbido llenó sus oídos. Revivió cada momento, desde el primer encuentro hasta aquella visita a la agencia inmobiliaria, donde planeaba su “sorpresa” —vender su piso para comprar la casa de campo. El pastel que compró de camino a casa seguía en la bolsa.
Su madre tenía razón. Que no vendiera. Ese piso era su salvación.
Entró en silencio al dormitorio. Sacó una maleta y comenzó a meter su ropa. Un minuto después, Javier apareció en la puerta.
—¿Laura? ¿Ya has llegado? ¿Qué haces?
—¿Qué hago? —Su voz temblaba—. ¿Queríais mi piso? ¿A tu nombre, claro? ¡Pues ni en sueños! El reforma la pagué yo —tengo todos los recibos electrónicos. Y todo lo comprado, lo dividiremos. Considera que el regalo se ha acabado.
La suegra, al oír su tono, desapareció al instante. Javier empezó a balbucear, negarlo todo. Pero era tarde.
Y entonces, Laura lo recordó todo.
Cuando cumplió veinte años, sus padres le regalaron un piso de una habitación. «Es tu seguridad», decía su madre. «Nunca lo vendas. Que siempre tengas un lugar donde volver». Entonces le pareció exagerado, pero ahora… ahora cada palabra sonaba a profecía.
Conoció a Javier un año después de terminar sus estudios. Se enamoró. Empezaron a vivir juntos. Él insistió en que se mudara con él —«el hombre debe llevar a la mujer a su hogar». Laura alquiló su piso, dividió el dinero: una parte para gastos comunes, otra para su cuenta de ahorros.
Luego vino la boda. El dinero de los invitados se fue en reformar el piso de Javier. Su madre se preocupó: «¿Para qué invertir en lo que no es tuyo?». Pero Laura lo apartó: «Aquí vivo yo».
Después, todo cambió. Javier se volvió frío, irritable, llegaba tarde. Hasta que, de repente, volvió a ser cariñoso. Flores, halagos. Y conversaciones sobre la casa de campo —aire puro, barbacoas, niños. Presionaba sutilmente: «Tu piso es pequeño. Ya compraremos algo más adelante, pero ahora necesitamos la casa de campo».
Laura casi cedió. Quería hacerle feliz. Incluso fue al agente inmobiliario un domingo y compró el pastel. Pero al volver a casa, lo escuchó todo.
Su marido y su madre ya repartían lo suyo. Planeaban cómo dejarla en la estacada. Cómo meter su dinero en el negocio y luego… divorciarse.
No lloró. Solo sintió frío. El frío de la traición.
Esa misma noche, Laura hizo las maletas y se fue. Sus padres la apoyaron. Su madre la abrazó, sin palabras, solo estuvo ahí.
Regresó a su piso de una habitación. Caminó por la estancia, tocó las paredes, miró por la ventana. Después, se sentó en el alféizar y susurró:
—Contigo no me divorcio. Eres lo más estable que tengo. Y en este mundo, la estabilidad vale más que el oro.
Porque ya no creía en nadie más que en las palabras de su madre y en estas cuatro paredes.