**Diario: No habrá divorcio**
A los cincuenta años, Sergio Martínez apenas tenía canas, pero el diablo se le había instalado en las costillas. Y todo por culpa de ella: Lucía. La conoció por casualidad cuando pasó por la universidad donde daba clases un viejo amigo. El asunto era trivial, pero las consecuencias, trascendentales.
Ella estaba junto a la ventana, jugando con los destellos del sol en sus cabellos dorados. Ojos verdes intensos, figura esbelta, irradiando vida y audacia… Él, un hombre maduro, de repente se sintió joven otra vez. Lucía le parecía el sueño hecho realidad: un hada, una sirena, una ninfa. En realidad, solo era una estudiante bonita, pero Sergio no lo comprendió hasta mucho después. En ese momento, estaba hechizado.
Nunca había sentido tal pasión ni siquiera por su esposa, Ana Isabel, en sus primeros años juntos. Treinta años de matrimonio, dos hijos, un pasado compartido, una casa, complicidad y pocas discusiones. Todo eso pareció borrarse de su mente al mirar a Lucía.
Ella, por su parte, no rechazó los avances de su admirador maduro. Al contrario, los alentó. Para ella, él era una oportunidad. Criada en una familia humilde, que entró en la universidad casi por milagro, soñaba con quedarse en la ciudad. Y Sergio era su puerta a ese mundo.
—¡Pero si es un viejo! —le decía su compañera de habitación, Marta—. ¿Te has vuelto loca? ¿Vas a poder vivir con él?
—Viejo, qué va —se rio Lucía—. Está lleno de energía, tiene dinero y está loco por mí. Ya verás cómo pronto me pide matrimonio.
Sergio se enamoró de verdad. Era cariñoso, generoso, atento. Pero nunca —ni una sola vez— mencionó el divorcio. Lucía esperaba, confiada. Sus planes eran simples: los hijos de Sergio ya eran independientes, su esposa era sana, llevaban una vida tranquila. Y él tenía dinero. Todo apuntaba a una boda. Pero, de pronto, Sergio empezó a cansarse. Descubrió que el ritmo de una amante joven no era para un hombre maduro. Él prefería verse una vez por semana, en un hotel, y el resto del tiempo estar en casa, con su comodidad, su cocido y su querida Ana.
Lucía comenzó a exigir:
—¿Por qué no podemos vivir juntos? ¡Tienes otro piso!
—Ahí hay inquilinos —mintió él. En realidad, el piso estaba vacío; lo tenían para reformarlo. Pero no pensaba convertirlo en un nidito de amor.
—¡Pues alquila otro! ¡Eres un hombre!
Las peleas aumentaron. Y entonces vino el golpe.
—Estoy embarazada, Sergi —dijo Lucía (sí, así lo llamaba)—. ¿Estás contento?
Sergio se quedó helado. Iba a dejarla —había vuelto antes de un viaje para hablar—, y ahora… un niño.
—Pero dijiste que tomabas precauciones…
—¡Nada es seguro al cien por cien! Y pensé que te alegrarías…
Él no se alegró. Se sintió perdido. Pero se quedó. El niño nació: Adrián. Sergio ayudó: con dinero, visitas, atención. Pero Lucía quería más.
—¡Estoy harta de ser la amante! ¡O se lo dices a tu mujer, o lo hago yo!
No tuvo tiempo de decidir. Lucía tomó la iniciativa. Dos días después, su esposa lo abordó:
—¿Resulta que tienes un hijo y planeas casarte? ¿Es cierto?
—Ana, no es así… Te lo explicaré…
—Te lo digo claro: no habrá divorcio —dijo ella con calma, pero firme—. No voy a tirar treinta años de familia por una chiquilla.
Sergio sintió alivio. No por evitar la separación, sino porque Ana aún quería salvar su matrimonio.
—Te quiero, Anita. Perdóname. Fue una locura, no sé qué me pasó…
—Pero el niño no tiene culpa —añadió ella—. Nos lo quedamos. Y con esa, te despides para siempre. Entonces, te perdono. De verdad.
Sergio no podía creerlo. Pero Ana, como siempre, lo tenía todo calculado. Lucía, agotada por el bebé, sin ayuda, aceptó con alivio cuando él le propuso:
—Quiero que Adrián viva con nosotros. Tú podrás retomar tus estudios, tu vida. Nos haremos cargo.
—Perfecto —respondió ella, indiferente—. Pero después, sin reproches.
El trámite de custodia fue rápido: él reconocido como padre, ella sin objeciones. Adrián se mudó. Ana lo cuidó, aunque con distancia. Sergio esperaba que el tiempo lo arreglara todo. Pasó un año.
Y entonces, un rayo en cielo despejado.
—Pido el divorcio —anunció Ana al volver de un viaje—. Conocí a otro. Y entendí que solo soy feliz con él.
—¿Qué otro?
—Javier. Vive en otra ciudad, pero se muda conmigo. Tú te quedas con el piso. Es lo justo.
—Pero dijiste que…
—Entonces lo creía. Pero el amor no se obliga. Lo siento.
Se fue. Dejándole a Adrián y el pasado. Intentó volver con Lucía, pero ella solo se rio:
—Tuviste lo tuyo, Sergi. Y yo, mi libertad. Vive como quieras ahora. Pronto me caso.
Se quedó solo. Con un hijo al que ya amaba. Sin esposa, sin amante, pero con la silenciosa certeza de que, quizá, era justicia.