No habrá boda

**No Habrá Boda**

Lucía terminó la escuela de magisterio con matrícula de honor, soñaba con estudiar en la universidad. Pero sus sueños se truncaron. Su padre sufrió un grave accidente y pasó meses en el hospital. Cuando lo dieron de alta, su madre pidió una excedencia para cuidarlo en casa mientras se adaptaba a la silla de ruedas.

En su pueblo no había universidad, tendría que mudarse a la capital. Lucía decidió postergarlo un año. No podía abandonar a sus padres en un momento tan duro. Se puso a trabajar en un colegio.

Los médicos aseguraban que, con rehabilitación, su padre podría volver a caminar. Su madre vendió la parcela de la sierra para pagar fisioterapia y medicinas. Pero él nunca se levantó.

—Basta, no malgastéis más dinero. No servirá de nada —gruñó un día.

Se volvió irascible, desconfiado. Todo le molestaba, especialmente a su madre. Si la llamaba, ella debía ir corriendo. A veces solo quería agua o charlar. Mientras, la cena se quemaba en la cocina.

—Antonio, podrías ir tú. Ahora la paella está arruinada —reclamaba su madre.

—Mi vida está arruinada, y a ti te preocupa la paella. Fácil hablar cuando caminas. ¿Tan difícil es traerme un vaso? —replicaba él, furioso.

A veces lanzaba un plato o un vaso. Cada vez bebía más. Y con el alcohol llegaba la rabia, como si su madre tuviera la culpa.

—Papá, no bebas. No ayuda —suplicaba Lucía.

—¿Tú qué sabes? ¿Quieres quitarme lo único que me alivia? Los libros mienten. Yo ya no sirvo para nada —mascullaba.

—Mamá, no le compres más —rogaba Lucía.

—Si no lo hago, gritará. Es duro para él… —suspiraba su madre.

—Debería hacer ejercicios, no ahogarse en alcohol. Los médicos dicen que puede mejorar. Pero prefiere martirizarnos —se quejaba Lucía.

Aunque lo compadecía, la situación era insoportable. Un día, después de clase, con la garganta en llamas, solo quería descansar. Pero su padre no paraba de llamarla. Hasta que estalló.

—¡Basta! Estoy agotada. Tú tienes ruedas, ve a la cocina y bebe lo que quieras. Hay gente que compite en paralimpiadas, y tú no eres capaz de ir a por agua. Hazlo tú solo. Tengo que preparar clases. —Y se encerró en su habitación.

Oyó el crujir de las ruedas por el pasillo, el vaso golpeando la mesa en la cocina, la pausa frente a su puerta… Esperó una explosión de ira. Pero su padre siguió adelante. Desde entonces, se volvió más independiente.

En días cálidos, Lucía abría el balcón. Él se sentaba frente a la puerta—su forma de “pasear”. No cabía con la silla. Adaptar la casa costaba dinero que no tenían.

—Ingresadme en un asilo —pedía ebrio.

—¿Qué dices? Eres mi marido —replicaba su madre, aunque a veces lloraba a solas.

Así pasaron los meses. Hasta que un otoño lluvioso, Lucía salió del colegio y la sorprendió un aguacero. Se refugió bajo el tejadillo de la parada, pero el agua la empapaba igual. Los coches pasaban velozmente, salpicándola de barro.

De pronto, una furgoneta se detuvo. Un chico salió, cubriéndose con una chaqueta, y corrió hacia ella.

—Sube, te llevo.

Tiritando, Lucía se apretó contra él, oliendo a gasolina y aceite. Dentro del coche, seca y caliente, el chico se presentó:

—Javier.

—Lucía.

—¿Adónde vamos, Lucía?

En el trayecto, Javier contó cómo empezó a conducir:

—Mi madre me crió sola. Un vecino me enseñó mecánica. Al salir del servicio, me compré esta furgo. Si necesitas algo, llámame. —Había pasado al *tú* con naturalidad.

—¿Tú estudias o trabajas? —preguntó.

—Soy maestra.

—Bien —asintió—. Puedo recogerte y que todas te envidien. —Sonrió, mostrando la furgoneta con orgullo.

Era fácil estar con él. Esa noche la llamó para invitarle al cine.

—No puedo. Mi padre está en silla de ruedas.

—¿Y si paso por tu casa? Quiero verte —dijo, directo.

—¿No te importa si no eres mi tipo? —preguntó Lucía.

—¿No soy guapo? ¿O te da vergüenza un chófer? —bufó.

—Perdona. Subiré.

Al día siguiente, el claxon de la furgoneta resonó en la calle.

—¿Ese es tu pretendiente? —preguntó su madre.

—Solo un amigo. ¿Puedo bajar?

Javier empezó a visitarla casi a diario. La recogía del colegio, compartían café y bocadillos que su madre preparaba.

—Se te ve muy a menudo con ese chico. Buen partido —comentó su madre una noche.

—No es nada serio.

—Las amigas ya se casan. ¿Vas a quedarte soltera?

—Tengo clases que preparar —murmuró Lucía, escondiéndose en su cuarto.

Javier hablaba de boda, pero Lucía pedía tiempo. No sentía mariposas con él. Tampoco le gustaba su obsesión con el dinero.

—No te preocupes, tengo ahorros. En otoño hay mucho trabajo: leña, mudanzas… Para invierno compraré un coche mejor. —La abrazaba en la estrecha cabina—. Contigo no faltará nada.

Sin flores ni citas románticas, sus encuentros eran prácticos. A veces iba a su casa cuando su madre viajaba. El sexo era funcional. Lucía inventaba excusas para evitarlo.

Sabía que no lo amaba. Pero, sin vida social, ¿dónde encontraría a alguien más? Javier no bebía, no fumaba… Y su madre insistía. Al final, aceptó. Pidió esperar hasta verano.

Pero la primavera llegó rápido, y Javier presionó para firmar en el registro. Solo debía comprar el vestido y presentarse.

Hasta que un día, en el portal, chocó con un hombre.

—¿Lucía? —la voz la paralizó.

Era Pablo, su amigo de la infancia. Alto, atractivo. Veraneaba con su abuela, vecina de Lucía. De niños, juraron estar juntos siempre. Con los años, perdieron contacto.

—¿Qué haces aquí? —sonrió, nerviosa.

—Es el cumple de la abuela. Estás preciosa.

Se ruborizó. Su corazón latió fuerte.

—¿Trabajas o estudias?

—Soy maestra. Mi padre…

—Lo sé. La abuela me contó. —Su mirada era cálida.

—Me caso —soltó, arrepintiéndose al instante.

—¿Con quién?

—Debo irme. —Subió las escaleras sintiendo su mirada.

Desde entonces, evitaba a Javier. Pablo le enviaba flores y mensajes dulces. Cada vez que pensaba en él, el corazón se le desbocaba.

Una noche, Javier tocó el claxon sin parar.

—¡Baja o llamaré a la policía! —gritó un vecino.

Lucía salió en zapatillas.

—Vamos a mi casa. Mi madre no está —insistió él, arrastrándola al coche.

—¡Para! ¡No quiero! —forcejeó.

Él la sujetó con fuerza. Hasta que sonó el teléfono: su madre había tenido un ictus.

—¡Pero mientras corría descalza bajo la lluvia, sintiendo que su vida se desmoronaba, Pablo apareció como un rayo de esperanza, recogiéndola en su coche y llevándola al hospital, donde al final, entre lágrimas y decisiones difíciles, Lucía comprendió que el amor verdadero no se negocia, sino que se siente con el alma.

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