**Diario de Lucía**
Hoy ha sido un día difícil. Terminé el Instituto de Magisterio con matrícula de honor, soñaba con estudiar en la universidad. Pero la vida tenía otros planes. Papá tuvo un accidente grave, pasó meses en el hospital. Cuando le dieron el alta, mamá dejó su trabajo para cuidarle en casa mientras se adaptaba a la silla de ruedas.
Aquí en Córdoba no había universidad, tendría que ir a Madrid. Decidí esperar un año más, no podía abandonar a mis padres en ese momento. Empecé a trabajar en un colegio como maestra.
Los médicos dijeron que con terapia y esfuerzo, papá podría volver a caminar. Mamá vendió el terreno familiar en la sierra para pagar fisioterapeutas y medicinas. Pero papá nunca se levantó.
—Basta de gastar dinero. No sirve de nada— gruñó un día.
Se volvió amargado, desconfiado. Siempre protestaba, sobre todo con mamá. Si la llamaba, ella debía dejar todo y correr. Quizás solo quería un vaso de agua o charlar, pero mientras, la cena se quemaba en la cocina.
—Manuel, podrías ir tú mismo. Ahora la paella está hecha carbón— le reñía mamá.
—Mi vida es carbón, y tú lloras por la paella. Fácil hablar cuando caminas. ¿Tan difícil es traerme un vaso?— gritaba él.
A veces, en un arranque, lanzaba platos o vasos. Empezó a pedir vino, y cuando bebía, descargaba su rabia en mamá, como si ella tuviera la culpa del accidente.
—Papá, no bebas, no arregla nada— le suplicaba yo.
—¿Qué sabrás tú? ¿Quieres quitarme lo poco que me queda? Los libros son mentiras. Yo ya no sirvo para nada— murmuraba.
—Mamá, no le compres más— le rogaba.
—Si no se lo doy, grita más. No puedo negárselo— suspiraba ella.
Me daba pena, pero también cansancio. Un día volví del colegio agotada, con dolor de garganta. Papá no paraba de llamarme. Hasta que exploté.
—¡Basta! Estoy agotada. Tú tienes ruedas, ve tú a la cocina. Hay gente que compite en los Paralímpicos, y tú no puedes moverte hasta la cocina. ¡Hazlo solo! Yo tengo clases que preparar.
Escuché las ruedas de su silla crujiendo por el pasillo. Esperé que entrara furioso, pero pasó de largo. Desde entonces, empezó a ser más independiente.
En días de sol, abría el balcón. Papá se quedaba en la puerta, incapaz de pasar por lo estrecho del marco. Habría que ampliarlo, pero no teníamos dinero.
—Llevadme a un asilo— decía borracho.
—¿Qué dices? Estás vivo, eso es lo importante— le contestaba mamá.
—Ya te cansarás de limpiarme. ¿Para qué quieres a un inválido? Tú aún eres joven…
Así pasó el año. Un otoño lluvioso, al salir del colegio, me sorprendió un aguacero. Me refugié bajo el techo de la parada, pero el agua igual me salpicaba. Los coches pasaban a toda velocidad, embarrándolo todo.
De pronto, una furgoneta se detuvo. Un chico salió, cubriéndose con la chaqueta, y me gritó:
—¡Sube, te llevo a casa!
Estaba empapada. Me acomodé en el asiento, oliendo a gasolina y aceite. Él se presentó:
—Soy Adrián.
—Lucía.
—¿Adónde vamos, Lucía?
Le di mi dirección. Mientras conducía, contó por qué era conductor:
—Mi madre me crió sola. Aprendí el oficio en un taller. Cuando volví de la mili, me compré la furgoneta. Gano bien, así que si necesitas algo, llámame.
—¿Tú estudias o trabajas?— me preguntó.
—Soy maestra.
—Bien— asintió—. Si quieres, te recojo cada día. Todos te envidiarán. ¿Te ríes? Es una furgoneta grande, nadie tiene una igual.
Era sencillo, alegre. Esa noche me llamó para ir al cine.
—No puedo. Mi padre está en silla de ruedas— le dije.
—¿Y si paso por tu casa? Solo quiero verte. Me gustas— dijo sin rodeos.
—Quizá no soy tu tipo. ¿No te importa?— pregunté.
—¿Qué? ¿Que no soy guapo o te da vergüenza un conductor?— se molestó.
—Perdona, no quise ofenderte. Vale, saldré— colgué.
Al día siguiente, pitó frente a mi ventana.
—¿Ese es tu pretendiente?— adivinó mamá.
—No es nadie. Solo un amigo. ¿Puedo bajar un momento?
—Ve, antes de que despierte al vecindario.
Adrián venía casi a diario. A veces me recogía del colegio. Charlábamos en su furgoneta, me ofrecía café del termo y bocadillos que hacía su madre.
—Se ha encariñado. Buen partido— comentó mamá una noche.
—No es mi novio.
—Las amigas ya se casan. ¿Vas a esperar a jubilarte? Él no viene por nada.
—Mamá, tengo que preparar clases— me escapé a mi cuarto.
Adrián hablaba de boda, pero yo le pedía tiempo. Mi corazón no latía por él. No me gustaba su obsesión con el dinero.
—Tengo ahorros. En otoño hay mucho trabajo: leña, mudanzas… No te faltará nada. Para invierno me compro un coche mejor.
No me regalaba flores, era “un gasto inútil”. Tampoco íbamos a restaurantes. Su madre a veces viajaba a Toledo, y entonces me llevaba a su casa. El sexo era funcional, sin más. Lo evitaba con excusas.
Sabía que no lo amaba. Pero, ¿dónde encontraría a otro? Adrián era cercano, no bebía. Mamá insistía. Y al final, acepté. Solo le pedí esperar hasta verano.
Pero llegó la primavera, y él presionó para ir al registro. Solo debía comprar el vestido y presentarme.
Una tarde, al volver a casa, chocPero entonces, en el rellano de la escalera, me encontré con Daniel, mi amigo de la infancia, y al verlo, supe que jamás podría casarme con Adrián.