No existen casualidades Tras la muerte de su madre, ya habían pasado casi cuatro años, pero Agata aún recordaba el amargor y la insoportable melancolía. Especialmente aquella tarde después del funeral: su padre, consumido por el dolor, y Agata, agotada de tanto llorar, se encontraban en su gran y sólida casa, sumidos en un silencio asfixiante. Agata, con dieciséis años, comprendía cuánto les dolía a ambos, pues los tres habían sido muy felices juntos. Su padre, Iván, la abrazó por los hombros y le dijo: – Tenemos que seguir viviendo, hija, ya nos iremos acostumbrando… El tiempo pasó. Agata estudió para ser técnico sanitario y hace poco comenzó a trabajar en el centro de salud de su pueblo. Vivía sola en la casa familiar desde que, un año atrás, su padre se casó con otra mujer y se fue a vivir a la localidad vecina. Agata no le guardaba rencor, ni lo juzgaba; la vida es así, ella también algún día se casaría. Y su padre todavía era joven. Agata bajó del autobús con un bonito vestido y zapatos; hoy era el cumpleaños de su padre, el único familiar que le quedaba. – ¡Hola, papá! — le sonrió alegremente, abrazándose con él en el patio de la casa donde la esperaba, y le entregó un regalo —, ¡feliz cumpleaños! – Hola, mi niña, pasa, que ya está la mesa puesta — y entraron en la casa. — Agata, mujer, ¡por fin llegas! — salió Katia de la cocina, ahora su madrastra —, que mis hijos ya tienen hambre… Iván llevaba un año compartiendo su vida con Katia. Ella tenía dos hijos: Rita, de trece años, antipática y respondona, y un niño de diez. Agata casi no frecuentaba esa casa; era apenas la segunda visita en un año. Se esforzaba por ignorar las salidas de tono de Rita, que no tenía pelos en la lengua, y su madre no le ponía límites. Tras las felicitaciones, Katia se dirigió inquisitiva a Agata: — ¿Tienes novio ya? — Sí — contestó tímida Agata. — ¿Y pensáis casaros? El tono directo de Katia hizo que Agata se sintiese incómoda. — Bueno… ya se verá — respondió sin dar detalles. – Verás, Agata — forzó una sonrisa Katia —, tu padre y yo hemos hablado y, a partir de ahora, él ya no va a ayudarte más. Hay que repartir entre todos, que la familia ha crecido. Ya trabajas y eres mayor. Es hora de que te busques la vida, igual que tu padre ahora tiene una familia a la que cuidar. — Katia, espera — intervino Iván —, lo que hablamos fue diferente; además, le doy menos dinero a Agata que a vosotros… Katia no dejó que terminara y le interrumpió gritando: — ¡Eres el cajero automático de tu hija y nosotros tenemos que aguantarlo! Iván guardó silencio, Agata se sintió fatal, salió al patio y se sentó en el banco intentando calmarse. El cumpleaños había quedado arruinado. Rita salió tras ella y se sentó a su lado: — Eres guapa — a lo que Agata solo asintió, sin ganas de hablar. — No te enfades con mi madre, está muy nerviosa porque está embarazada — le soltó con sorna. — Ya la conocerás de verdad, ya verás… — dijo socarrona antes de volver a la casa. Agata se levantó para marcharse. Miró atrás y vio a su padre en el porche observando su partida. Tres días después, su padre apareció en casa junto a Katia. — ¡Qué sorpresa! ¿Un té? — los invitó ella. Katia inspeccionó el hogar. — Vaya casita buena, no hay muchas iguales en el pueblo… — Mi padre tiene buenas manos, lo construyó con su amigo Paco, ¿verdad, papá? — Bueno, hija, para uno mismo… — Pues venimos justo a hablar del tema de la casa — confesó Katia. Agata sospechó lo peor y respondió: — No pienso vender mi parte, he crecido aquí y me importa mucho. — Menuda lista, eres — siseó Katia irónica. — Y tú, ¿por qué te callas? — empujó a Iván. — Hija, hay que buscar una solución. Tengo mucha familia ahora y la casa es pequeña, y viene un crío más… Podemos venderla, comprarte una más pequeña… si hace falta, pides un crédito y yo te ayudo… — Papá, ¡no puedo creer lo que oigo! — exclamó Agata. — Tu padre ya tiene otra familia — chilló Katia —, a ver si te enteras de una vez. El piso no es solo tuyo, así que te irás quieras o no. — No me grites — se puso en pie Agata —. Por favor, largaros ya. La visita dejó a Agata destrozada. Comprendía que su padre merecía rehacer su vida, pero no así. Esa casa era el recuerdo de su madre y no la vendería nunca. Más tarde llegó Arturo. Al verla así, se preocupó: — Cariño, ¿qué ha pasado? Ella rompió a llorar en sus brazos y le contó todo. Arturo, policía, la tranquilizó. — Tu padre es buena persona, solo está presionado. No firmes nada, yo me encargo de que todo se haga bien. Mientras, Iván se sentía cada vez peor. Al principio fue todo bien con Katia, pero cada día se volvía más exigente, obsesionada con vender la casa y hacer dinero. Cuando le anunció que estaba embarazada, él decidió aguantar. Esa noche, oyó cómo Katia hablaba por teléfono: — No hay manera, no cede — decía con rabia —. Haremos lo que sea, y si no, ya me las apañaré con él. Al ser descubierto por Iván, fingió hablar con una amiga y mintió diciendo que era para encontrar un comprador. Cada vez más angustiada, Agata volvía una noche a casa. De pronto, un coche paró a su lado, un hombre la obligó a subir. Agata, asustada, gritaba: — ¿Quiénes sois? ¡Seguro que os habéis confundido! — En esto no hay casualidades — se burló el hombre. — Haz lo que te decimos y a ti y a tu padre no os pasará nada. — Pero… ¿qué tiene que ver mi padre? — Firmarás los papeles y venderás la casa, el dinero te llegará en dos días, y te marcharás. Ya tenemos comprador. — ¡Esto es ilegal! Jamás firmaré, lo denunciaré, ¡no venderé mi casa! Una bofetada le cortó la frase y notó sangre en la boca. — No le tenemos miedo a la policía, ni a tu novio — se rió el hombre. — O firmas o no saldrás viva, y si tu prometido interviene… Pero de pronto, la policía apareció con las sirenas encendidas. El coche de los secuestradores trató de huir, pero terminó fuera de la carretera. Resultó ser que el matón que había secuestrado a Agata era el amante de Katia, y el hijo que esperaba era suyo. Juntos tramaron quedarse con la casa y hacer desaparecer a Agata si era necesario. A Iván pensaban apartarlo después… Con el tiempo, todo volvió a su lugar. Iván se divorció y regresó a su casa. Mantenía su pequeño negocio de recambios, y cada noche compartía cena con Agata y Arturo. Para él, aquellas paredes tenían ahora un valor doble. — No te preocupes, papá, nunca estarás solo — bromeaba Agata. — ¿Entonces, hija, te casas? — Sí, le he pedido matrimonio a Agata — anunció Arturo —, y ya hemos dado los papeles. La boda es pronto. — Tranquilo, papá, aunque me vaya con Arturo, siempre vendremos a verte. Viviremos cerca… — Hija, perdóname por todo, me equivoqué — murmuró Iván mirando una foto de su difunta esposa. — Ya está, papá. Todo irá bien. Y aún mejor. Gracias por leer, por tu suscripción y tu apoyo. ¡Mucha suerte en la vida!

No creo en las casualidades

Mira, han pasado ya unos cuatro años desde que falleció la madre de Aurora, pero te juro que todavía recuerda ese vacío y la tristeza insoportable, sobre todo en esa noche tras el funeral. Su padre, Tomás, estaba completamente hundido, en silencio, y Aurora ya ni lágrimas tenía. La casa, una de esas típicas de pueblo, grande y bien construida, se había quedado helada, apagada.

Aurora tenía dieciséis años y era consciente de lo mal que lo estaban pasando tanto su padre como ella, después de haber sido tan felices los tres juntos. Tomás la abrazó, poniendo la mano en su hombro, y le dijo:

Hay que tirar para adelante, hija. No queda otra Nos acostumbraremos, supongo.

El tiempo fue pasando. Aurora estudió para técnica de enfermería y empezó a trabajar en el centro de salud del pueblo. Vivía sola en la casa porque, hace un año, su padre se casó con otra mujer y se mudó a un pueblo cercano. Aurora no le guardaba rencor, ni lo juzgaba; la vida sigue y, de hecho, ella también pensaba que algún día se casaría. Además, su padre todavía era joven.

Un día, Aurora se bajó del autobús con un vestido bonito y unos zapatos preciosos. Ese día era el cumpleaños de su padre, único familiar directo que le quedaba.

¡Felicidades, papá! le sonrió Aurora al verlo en el patio de la casa, y lo abrazó con fuerza mientras le entregaba su regalo.

Hola, hija mía, pasa, pasa, que ya está la mesa puesta contestó Tomás, entrando juntos en la casa.

¡Aurora, por fin! dijo Pilar, la nueva mujer de su padre, desde la cocina. Mis hijos ya están muertos de hambre.

Tomás llevaba un año viviendo con Pilar, que tenía dos hijos: Raquel, una niña de trece años, bastante respondona, y Nico, que tenía diez. Aurora apenas los visitaba; era la segunda vez en el año. Prefería evitar los comentarios desagradables de Raquel, ya que Pilar nunca le llamaba la atención a su hija.

Después del típico cumpleaños, Pilar empezó con el interrogatorio a Aurora:

¿Tienes novio ya?

Sí, bueno, algo así respondió Aurora, incómoda.

¿Y cuántos planificáis la boda?

Aurora se puso algo roja y no quiso entrar en detalles.

Ya se verá dijo ella, quitándole importancia.

Pero Pilar, con una sonrisa tirante, soltó de repente:

Aurora, mira, hemos hablado tu padre y yo, y hemos decidido que él ya no puede seguir ayudándote económicamente. Bastante dinero da ya, y esta familia ahora es grande. Ya eres mayor y tienes trabajo, deberías buscarte la vida Casarse tampoco es mala opción, así te mantiene tu pareja. Tu padre tiene que pensar primero en nosotros.

Pilar, espera un momento intentó interrumpir Tomás, creo que no lo estás presentando bien, ya te he dicho que a mi hija casi no le paso nada

Pero Pilar subió el tono:

¡Mira, para tu hija eres un cajero automático y los demás no tenemos por qué pagar el pato…!

Tomás se quedó callado, apesadumbrado. A Aurora se le quitó hasta el hambre, se levantó y salió al patio a respirar, a intentar calmarse. El cumpleaños estaba arruinado. Al rato, Raquel se le acercó y se sentó a su lado en el banco:

Eres guapa le dijo, y Aurora asintió, sin muchas ganas de charla.

No te tomes a mal lo de mi madre, está de los nervios porque está embarazada sonrió con sorna la niña. Ya verás, cuando la conozcas más y echó a correr dentro de la casa.

Aurora miró hacia atrás antes de irse y vio a su padre en la puerta, mirándola con tristeza. Tres días después, Tomás y Pilar fueron a visitarla a su casa.

¡Vaya sorpresa! ¿Un cafecito? ofreció ella, intentando poner buena cara.

Pilar paseó por la casa, observando todo.

Sí que es buena casa. En el pueblo no hay muchas así.

Mi padre y el vecino, Julián, la construyeron juntos ¿verdad, papá? dijo Aurora.

¡Bah! Cosas mías, hija.

Lo sé respondió Pilar. He tenido suerte con Tomás. Pero bueno, venimos precisamente a hablarte del tema de la casa.

Aurora enseguida se dio cuenta de por dónde iban los tiros.

No pienso vender mi parte. Esta casa es mi hogar, aquí crecí y le tengo mucho cariño le contestó con firmeza, mirando a Pilar y a su padre.

Vaya, qué lista y rápida eres soltó Pilar, venenosa. Y tú, ¿por qué no dices nada? empujó ella a Tomás.

Hija, esto hay que verlo, la familia ha crecido, la casa se ha quedado pequeña y con el bebé que viene Si vendes tu parte, puedes comprarte algo más pequeño, y si no te llega, podría ayudarte con el préstamo dijo Tomás, sin atreverse a mirarla.

Papá, de verdad, ¿estás escuchando lo que dices? casi ni se creía lo que pasaba.

Que tu padre tiene otra familia le gritó Pilar, ¿todavía no lo pillas? Este ya no es *tu* hogar. Ocupas mucho sitio, así que vete acostumbrando y nadie va a preguntarte nada más.

No me gritéis Aurora se puso en pie. Por favor, idos.

Cuando se marcharon, Aurora se sintió fatal. Entendía que su padre tuviera derecho a rehacer su vida, sí, pero no a costa de ella. No pensaba vender ni un ladrillo de la casa de su madre.

Después de un rato, llegó Samuel, su pareja, y nada más verla notó que algo iba mal.

Aurora, ¡¿qué te ha pasado?! Tienes mala cara

Sin poder contenerse, Aurora se echó a llorar en sus brazos, lo contó todo. Samuel, que trabajaba en la guardia civil y era un tío sereno, la calmó:

Tu padre es buena persona, pero esa Pilar lo tiene cegado. No te preocupes, no pueden obligarte a vender. Si se ponen tontos, conozco un par de abogados en la ciudad que pueden ayudarte. Pero ni se te ocurra firmar nada.

Mientras, Tomás tampoco estaba tranquilo. Últimamente Pilar se había vuelto más mandona, obsesionada con el dinero y con vender la casa del pueblo. Tomás empezaba a pensar que quizá se había equivocado con ella, pero entonces le anunció el embarazo y se cortó de decir nada.

Un día, entrando en casa, escuchó a Pilar hablando por teléfono:

Que no hay manera de convencerla, ¿sabes? decía mosqueada. Habrá que hacer algo por nuestra cuenta. Yo le vuelvo a dar la lata a Tomás, pero si hace falta, ya pensaré qué hacer con él.

Tomás entró silencioso justo cuando ella colgaba.

¿Con quién hablabas?

Con una amiga mintió, poniéndose enseguida a la defensiva.

No será sobre la venta del casa, ¿verdad?

Pilar puso cara de pena y se sentó exagerando el gesto.

Es que mi amiga conoce a un agente inmobiliario. Nos puede traer un comprador, y así sacamos buen dinero. Aurora seguro que lo agradece, ya lo verás.

¿Y eso que decías de pensar algo con él?

Ah, eso era por el garaje, que también habrá que venderlo dijo mintiendo descaradamente.

Tomás se tragó la historia, aunque se quedó mosqueado.

Pocas noches después, Aurora volvió tarde del trabajo. Samuel le había dicho que no podía recogerla porque estaba trabajando, así que fue andando. Ya estaba llegando a casa cuando paró un coche a su lado. Salió un tipo grandote, la agarró y la metió en el asiento de atrás sin miramientos. Salieron pitando. Aurora se asustó muchísimo.

¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? preguntó llorando. Habrá un error, seguro.

Desde el asiento delantero soltaron una carcajada.

En esto no existen errores le dijo con voz fría el hombre. Si sigues nuestras instrucciones, no te pasará nada ni a ti ni a tu padre.

¿Y qué tiene que ver mi padre con esto?

Tienes que firmar estos papeles. En dos días recibirás el dinero por la venta de la casa y te largarás. Ya hay comprador.

Esto es ilegal y no voy a firmar nada. Iré a la policía y no pienso vender mi casa protestó Aurora, pero recibió un bofetón seco en la mandíbula y sintió el sabor a sangre.

La policía ni tu novio nos asustan rió con desprecio el tipo. Como no firmes, despídete de este mundo, que tu novio tendrá que investigar el caso, y si él también se pone tonto

Pero justo entonces, detrás del coche apareció una patrulla de la guardia civil con las luces encendidas y, tras un forcejeo, tan nerviosos estaban que el conductor se salió de la carretera.

Luego se supo que Samuel había avisado a su amigo Maxi para vigilar a Aurora cuando ella salía tarde del trabajo. Maxi vio cómo la forzaban a entrar en el coche, avisó a Samuel y este movilizó a todos los agentes.

Al final, el tío que secuestró a Aurora era amante de Pilar y el padre del hijo que esperaba. Ellos querían quedarse con la casa de Tomás a cualquier precio era una casa preciosa, valía mucho, y Aurora era el último obstáculo. Y, con Tomás, ya verían luego

El tiempo pasó. Todo acabó por aclararse. Tomás se divorció y volvió a la casa. Siguió con su pequeño negocio de recambios y por las noches, en la mesa, se sentaban él, Aurora y Samuel. Para Tomás, las paredes de esa casa tenían ahora un valor aún más grande.

No te preocupes, papá, que nunca estarás solo le decía Aurora contenta.

Dime la verdad, hija, ¿te vas a casar, no?

Bueno, yo le he pedido matrimonio a Aurora dijo Samuel, guiñándole un ojo. ¡Ya hemos dado el paso y en nada tienes boda!

Eso, papá, aunque me vaya a vivir con Samuel, prometo que te visitaremos cada semana. Además, vamos a mudarnos por aquí cerca…

Ay, hija, perdóname por todo, que metí la pata hasta el fondo dijo Tomás emocionado, mirando una foto de su difunta esposa.

No pasa nada, papá, de verdad. Todo irá bien. Lo mejor está por venir.

Gracias por escucharme, de verdad. Que la vida te sonría.

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MagistrUm
No existen casualidades Tras la muerte de su madre, ya habían pasado casi cuatro años, pero Agata aún recordaba el amargor y la insoportable melancolía. Especialmente aquella tarde después del funeral: su padre, consumido por el dolor, y Agata, agotada de tanto llorar, se encontraban en su gran y sólida casa, sumidos en un silencio asfixiante. Agata, con dieciséis años, comprendía cuánto les dolía a ambos, pues los tres habían sido muy felices juntos. Su padre, Iván, la abrazó por los hombros y le dijo: – Tenemos que seguir viviendo, hija, ya nos iremos acostumbrando… El tiempo pasó. Agata estudió para ser técnico sanitario y hace poco comenzó a trabajar en el centro de salud de su pueblo. Vivía sola en la casa familiar desde que, un año atrás, su padre se casó con otra mujer y se fue a vivir a la localidad vecina. Agata no le guardaba rencor, ni lo juzgaba; la vida es así, ella también algún día se casaría. Y su padre todavía era joven. Agata bajó del autobús con un bonito vestido y zapatos; hoy era el cumpleaños de su padre, el único familiar que le quedaba. – ¡Hola, papá! — le sonrió alegremente, abrazándose con él en el patio de la casa donde la esperaba, y le entregó un regalo —, ¡feliz cumpleaños! – Hola, mi niña, pasa, que ya está la mesa puesta — y entraron en la casa. — Agata, mujer, ¡por fin llegas! — salió Katia de la cocina, ahora su madrastra —, que mis hijos ya tienen hambre… Iván llevaba un año compartiendo su vida con Katia. Ella tenía dos hijos: Rita, de trece años, antipática y respondona, y un niño de diez. Agata casi no frecuentaba esa casa; era apenas la segunda visita en un año. Se esforzaba por ignorar las salidas de tono de Rita, que no tenía pelos en la lengua, y su madre no le ponía límites. Tras las felicitaciones, Katia se dirigió inquisitiva a Agata: — ¿Tienes novio ya? — Sí — contestó tímida Agata. — ¿Y pensáis casaros? El tono directo de Katia hizo que Agata se sintiese incómoda. — Bueno… ya se verá — respondió sin dar detalles. – Verás, Agata — forzó una sonrisa Katia —, tu padre y yo hemos hablado y, a partir de ahora, él ya no va a ayudarte más. Hay que repartir entre todos, que la familia ha crecido. Ya trabajas y eres mayor. Es hora de que te busques la vida, igual que tu padre ahora tiene una familia a la que cuidar. — Katia, espera — intervino Iván —, lo que hablamos fue diferente; además, le doy menos dinero a Agata que a vosotros… Katia no dejó que terminara y le interrumpió gritando: — ¡Eres el cajero automático de tu hija y nosotros tenemos que aguantarlo! Iván guardó silencio, Agata se sintió fatal, salió al patio y se sentó en el banco intentando calmarse. El cumpleaños había quedado arruinado. Rita salió tras ella y se sentó a su lado: — Eres guapa — a lo que Agata solo asintió, sin ganas de hablar. — No te enfades con mi madre, está muy nerviosa porque está embarazada — le soltó con sorna. — Ya la conocerás de verdad, ya verás… — dijo socarrona antes de volver a la casa. Agata se levantó para marcharse. Miró atrás y vio a su padre en el porche observando su partida. Tres días después, su padre apareció en casa junto a Katia. — ¡Qué sorpresa! ¿Un té? — los invitó ella. Katia inspeccionó el hogar. — Vaya casita buena, no hay muchas iguales en el pueblo… — Mi padre tiene buenas manos, lo construyó con su amigo Paco, ¿verdad, papá? — Bueno, hija, para uno mismo… — Pues venimos justo a hablar del tema de la casa — confesó Katia. Agata sospechó lo peor y respondió: — No pienso vender mi parte, he crecido aquí y me importa mucho. — Menuda lista, eres — siseó Katia irónica. — Y tú, ¿por qué te callas? — empujó a Iván. — Hija, hay que buscar una solución. Tengo mucha familia ahora y la casa es pequeña, y viene un crío más… Podemos venderla, comprarte una más pequeña… si hace falta, pides un crédito y yo te ayudo… — Papá, ¡no puedo creer lo que oigo! — exclamó Agata. — Tu padre ya tiene otra familia — chilló Katia —, a ver si te enteras de una vez. El piso no es solo tuyo, así que te irás quieras o no. — No me grites — se puso en pie Agata —. Por favor, largaros ya. La visita dejó a Agata destrozada. Comprendía que su padre merecía rehacer su vida, pero no así. Esa casa era el recuerdo de su madre y no la vendería nunca. Más tarde llegó Arturo. Al verla así, se preocupó: — Cariño, ¿qué ha pasado? Ella rompió a llorar en sus brazos y le contó todo. Arturo, policía, la tranquilizó. — Tu padre es buena persona, solo está presionado. No firmes nada, yo me encargo de que todo se haga bien. Mientras, Iván se sentía cada vez peor. Al principio fue todo bien con Katia, pero cada día se volvía más exigente, obsesionada con vender la casa y hacer dinero. Cuando le anunció que estaba embarazada, él decidió aguantar. Esa noche, oyó cómo Katia hablaba por teléfono: — No hay manera, no cede — decía con rabia —. Haremos lo que sea, y si no, ya me las apañaré con él. Al ser descubierto por Iván, fingió hablar con una amiga y mintió diciendo que era para encontrar un comprador. Cada vez más angustiada, Agata volvía una noche a casa. De pronto, un coche paró a su lado, un hombre la obligó a subir. Agata, asustada, gritaba: — ¿Quiénes sois? ¡Seguro que os habéis confundido! — En esto no hay casualidades — se burló el hombre. — Haz lo que te decimos y a ti y a tu padre no os pasará nada. — Pero… ¿qué tiene que ver mi padre? — Firmarás los papeles y venderás la casa, el dinero te llegará en dos días, y te marcharás. Ya tenemos comprador. — ¡Esto es ilegal! Jamás firmaré, lo denunciaré, ¡no venderé mi casa! Una bofetada le cortó la frase y notó sangre en la boca. — No le tenemos miedo a la policía, ni a tu novio — se rió el hombre. — O firmas o no saldrás viva, y si tu prometido interviene… Pero de pronto, la policía apareció con las sirenas encendidas. El coche de los secuestradores trató de huir, pero terminó fuera de la carretera. Resultó ser que el matón que había secuestrado a Agata era el amante de Katia, y el hijo que esperaba era suyo. Juntos tramaron quedarse con la casa y hacer desaparecer a Agata si era necesario. A Iván pensaban apartarlo después… Con el tiempo, todo volvió a su lugar. Iván se divorció y regresó a su casa. Mantenía su pequeño negocio de recambios, y cada noche compartía cena con Agata y Arturo. Para él, aquellas paredes tenían ahora un valor doble. — No te preocupes, papá, nunca estarás solo — bromeaba Agata. — ¿Entonces, hija, te casas? — Sí, le he pedido matrimonio a Agata — anunció Arturo —, y ya hemos dado los papeles. La boda es pronto. — Tranquilo, papá, aunque me vaya con Arturo, siempre vendremos a verte. Viviremos cerca… — Hija, perdóname por todo, me equivoqué — murmuró Iván mirando una foto de su difunta esposa. — Ya está, papá. Todo irá bien. Y aún mejor. Gracias por leer, por tu suscripción y tu apoyo. ¡Mucha suerte en la vida!