No era una mujer solitaria. Una historia sencilla
Se desperezaba la mañana de invierno, tardía y fría. En el patio, los barrenderos removían la escarcha con sus cepillos de cerdas, resonando en el aire tranquilo del barrio.
La puerta del portal retumbaba una y otra vez, dejando pasar a los vecinos que salían apresurados rumbo a sus trabajos.
El gato Fermín permanecía sentado en el alfeizar de la ventana del sexto piso, contemplando la vida pasar desde su privilegiada altura.
En su vida anterior, Fermín había sido economista, preocupado sólo por los euros y los asuntos de la bolsa, sin que otra cosa le quitara el sueño o le despertara la curiosidad.
Ahora, las prioridades de Fermín habían cambiado. Comprendía que en la vida existen tesoros más grandes.
Descubrió que nada era tan valioso como una mirada bondadosa, el calor sincero de un hogar, un techo seguro. Lo demás, ya vendría.
Fermín miró a su alrededor sobre el viejo sofá dormía la abuela Carmen, su salvadora.
El gato bajó ágilmente y se acomodó junto a su cabecera, situándose en el borde de la almohada, pegando su pelaje suave y cálido a la cabeza de la anciana.
Él sabía que cada mañana la abuela Carmen sufría migrañas y trataba de hacer todo cuanto estaba en su mano peluda para aliviarle el dolor.
¡Ay, Fermín, eres mejor que cualquier medicina! murmuró la abuela, abriendo poco a poco los ojos al sentir el peso ligero y tibio. Otra vez me has quitado el dolor, hijo, muchas gracias, ¿cómo lo haces tú eso?
Fermín agitó una patita con desdén, como diciendo que para él eso no tenía mérito, que cosas mayores podría hacer si se lo propusiera.
Pero entonces, desde el recibidor, se oyó un quejido bajo. Era Celso, el viejo perro mestizo, haciendo notar su eterna y noble rivalidad.
Celso llevaba años acompañando como amigo y guardián fiel a la abuela Carmen.
Siempre que oía pasos extraños en el portal, ladraba con fuerza para que todos supieran que la abuela estaba protegida.
Por eso, él se consideraba el verdadero dueño de la casa.
¿A qué se dedicaría antes este? Seguro que capataz o guardia civil, pensaba Fermín mientras observaba las ínfulas de Celso, qué escandaloso es, pero bueno, mientras cuide… igual sí que da seguridad.
Ay, mis queridos, ¿qué haría yo sin vosotros dos? dijo la abuela Carmen mientras, entre gruñidos, se incorporaba en el sofá. Ahora os preparo algo de comer y después salimos al parque.
Y si este mes llega la pensión pronto, os compro un pollo entero.
La palabra pollo provocó un estallido de alegría.
El gato empezó a amasar el sofá con las zarpas, ronroneando fuerte y restregando su cabezota contra las manos finas y reumáticas de la anciana.
¡Ay, qué bruto eres, qué espabilado, si hasta entiendes las palabras! decía la abuela, enternecida. El perro, no queriendo quedar atrás, soltó un ladrido corto y luego hundió su gran nariz húmeda en sus rodillas.
Vaya, qué suerte teneros a los dos, qué calor dais en casa, qué compañía… así la vida nunca parece tan sola, pensaba la anciana, sonriendo.
¿Quién sabe qué será de mí cuando me vaya de este mundo? Cada cual dice una cosa, vete tú a saber. Yo, si pudiera elegir, me reencarnaría en gato. A perro no llego, no tengo fuerza para ladrar tan alto soy de naturaleza calmada. Pero como gata sería buena, cariñosa y limpia, sólo que cayera en manos de gente buena
¡Bah, menudas ocurrencias tienes, Carmen! se reprendió, sacudiendo la cabeza. Mira lo que hace la vejez con una, qué pensamientos más raros.
No se dio cuenta de que el gato, sin dejar de sonreír bajo sus bigotes, miraba triunfante al perro.
Gata quiere ser, no perro, parecía presumir Fermín.
Porque ahora Fermín, además, se las arreglaba para leer pensamientos, y eso era un extra nada despreciable.
Así son las cosas, a lo que hemos llegadoUn rayo de sol dorado asomó por la ventana justo entonces, tiñendo el salón de un calor inesperado. Fermín cerró los ojos, feliz. La abuela, entre la bruma suave de la mañana, se dirigió a la cocina con paso lento y sonrisa fresca. Celso fue tras ella, meneando la cola con la dignidad de los caballeros viejos que custodian sus castillos.
En ese instante breve, en esa casa modesta, todo estuvo en perfecto equilibrio: el silencio acariciado por el ronroneo, el eco de los pasos de Carmen, la vigilia canina junto a la puerta.
Tal vez el mundo seguía girando deprisa allá fuera, entre portales que se abrían y corrientes de aire helado, pero en ese refugio suspendido, donde los días pasaban entre pequeñas tareas y sueños tranquilos, la vida tenía el sentido exacto del que Fermín nunca había sabido nada cuando era economista y sólo creía en cifras.
Ahora lo entendía. Ser parte de algo pequeño y cotidiano: la clave invisible, el secreto mejor guardado.
Al fondo, en la cocina, la abuela tarareaba una canción antigua. Fermín, satisfecho, volvió a su ventana favorita. Afuera, la escarcha comenzaba a fundirse. Y aunque el invierno reinaba, dentro reinaba el calor.
Nada más faltaba. Porque la vida, pensó Fermín, es sencilla cuando no se está solo.







