No es un serie, pero se siente igual.

**No como en una telenovela, pero casi**

Marisol adoraba las telenovelas y soñaba con que su vida fuese tan emocionante como las de la pantalla. Pero los sueños son sueños, y la realidad era mucho más sencilla. Su vida transcurría tranquila y silenciosa, sin grandes sobresaltos.

Se casó con Paco, supuestamente por amor, aunque eso era lo que ella creía. Paco, que desde pequeño había sido un tanto voluble y ligón, no cambió ni un ápice. La llevó a vivir a su casita en el pueblo. Pero casi tres años después, soltó la bomba:

—Me voy al pueblo grande, Marisol. Vivo como un pájaro enjaulado aquí. Necesito aire, libertad… algo más.

—¿Pero qué dices, Paco? Si estamos bien… —intentó detenerlo, desconcertada.

—Tú estarás bien. Yo no.

Dicho esto, agarró su DNI, unas pocas pertenencias en una bolsa raída y se marchó. Los chismes volaron por el pueblo al instante. Las vecinas cuchicheaban en cada esquina:

—Paco ha dejado a Marisol y se ha ido al pueblo grande. Seguro que tiene otra por ahí.

Marisol lo soportó en silencio, sin llorar ni quejarse. Siguió viviendo en la casa de Paco porque no tenía adónde ir. En casa de sus padres ya vivía su hermano con su familia y no había sitio para ella. Tampoco había tenido hijos.

—Quizá Dios pensó que Paco no valía para padre —reflexionaba Marisol, mirando a los niños del pueblo jugar.

Cada noche, después de las tareas, se sentaba frente al televisor a ver su telenovela favorita, donde todo eran pasiones y traiciones. Se lo tomaba tan a pecho que después le costaba dormir.

Por las mañanas daba de comer a la cerdita, los gansos, las gallinas y al ternero Curro, al que ataba cerca del huerto.

—¡Marisol! —la llamó una vecina—. ¡Curro se ha soltado y está corriendo por el pueblo!

—¿Dónde? —salió como un rayo y vio al animal embistiendo la valla con sus cuernos recién salidos, a punto de tumbar el cercado del vecino.

—Currito, ven aquí… —lo tentó con pan, pero el animal solo movía la cabeza con terquedad—. ¡Ay, qué te den morcilla! —gritó en un arrebato, y Curro, como ofendido, salió disparado, espantando a las patas de la vecina.

No se sabe cuánto habría corrido Marisol detrás del silvestre animal si no llega a ser por el tractorista Rafa. Con agilidad, agarró la cuerda, tiró de ella y ató al ternero. Marisol observó sus manos hábiles y sus brazos fuertes bajo la camisa manchada. De pronto, sintió un deseo intenso de que esos brazos la abrazasen con fuerza.

Pero enseguida se sacudió la idea:

—Vaya tontería… Como si me faltara algo.

Se avergonzó de sus pensamientos.

—Ni en sueños. Rafa es mi excompañero de cole, siempre bromeando… Además, vive con esa grandullona de Lucía, la vecina. No me conviene.

Marisol se divorció en cuanto Paco se fue tras “la vida buena”. Tuvo pretendientes, pero ninguno le gustó, así que siguió sola, sin amor.

Rafa se limpiaba las manos con hierba cuando ella, casi sin querer, le dijo:

—Pasa al patio, te lavas allí.

Y él la siguió en silencio. Marisol notó su mirada ardiente en su espalda.

—¿Qué mosca le habrá picado ahora? —pensó.

Pero Rafa se lavó las manos, se secó con la toalla, la miró con complicidad y se fue.

Desde entonces, ambos notaron como si un hilo invisible los uniera. Cuando Rafa pasaba, Marisol se sonrojaba. Y él, por las mañanas, daba un rodeo para caminar junto a su casa, aunque no había valla que los separase.

Marisol empezó a madrugar para “quitar malas hierbas del huerto” (o eso se decía). En realidad, esperaba cruzarse con Rafa, que cada mañana iba a trabajar. Se miraban, y en sus ojos brillaba interés… quizá hasta admiración.

Ella ahuyentaba esos pensamientos, y no solo por pudor. Temía a Lucía.

—Si esa me pilla, me arma un lío que pondrá el pueblo patas arriba.

Pero Rafa seguía pasando, con esa mirada que quemaba. Ella le sonreía, tímida, pensando que todo parecía salido de *”Amar es para siempre”*. Y quién sabe cómo acabaría, porque esas series nunca terminan.

Una tarde, mientras barría el patio, oyó una voz conocida:

—Hola, Marisoliña.

Se dio la vuelta y allí estaba Paco, con su sonrisa descarada y esa mirada que antes le hacía el corazón saltar. Barba de tres días incluida.

—Pues he vuelto… ¿Me aceptas?

—¿Y esto a qué viene? ¿El pueblo grande no cumplió tus sueños?

Su corazón ni se inmutó. Quizá no hubo amor, o se esfumó. La puerta se cerró para Paco el día que se marchó sin ella.

Regresó a su casa, y Marisol no pudo negarlo. No tenía otro sitio. Por las noches, empujaba el armario contra la puerta de su cuartito. Paco dormía en la otra mitad de la casa. Ella entraba y salía por la ventana.

Rafa, al verla saltar una mañana, sintió algo removerle por dentro:

—Si no lo ha aceptado del todo…

A la mañana siguiente, Marisol salió por la ventana y notó algo nuevo: dos escalones bajo sus pies.

—¿Quién habrá hecho esto? —pensó—. Desde luego, no Paco. Está demasiado ocupado celebrando su vuelta con los amigos.

Rafa, en plena noche, le había puesto esos peldaños. No estaba casado con Lucía, aunque llevaban años viviendo juntos. Ella era tres años mayor y tenía una hija de otro matrimonio, a la que Rafa quería como propia.

Lucía, por decirlo suavemente, se había instalado en su casa. Un día de fiesta, Rafa se había pasado de vino, y ella lo llevó a su casa… y nunca se fue. Luego trajo a su hija.

Pasó el tiempo. Llegó el invierno. A Paco se le acabó el dinero y como nadie lo invitaba, regresó al pueblo grande. Marisol respiró aliviada.

Pero Rafa no tuvo tanta suerte: Lucía enfermó. Su madre se llevó a la niña, él la cuidó lo mejor que pudo, pero acabaron llevándola al hospital. No volvió.

La entY cuando llegó la primavera, ya no hubo más ventanas que saltar ni secretos que guardar, solo raíces profundas y un amor que creció como el trigo bajo el sol, fuerte y sin prisa, hasta que los dos viejos ya no recordaban qué era vivir el uno sin el otro.

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No es un serie, pero se siente igual.