Un día, mi abuela me contó una historia única de la vida cotidiana en el pequeño pueblo al que la visito con frecuencia. Había pasado dos años trabajando en el extranjero, y cuando regresé a España, lo primero que hice fue visitar a mi querida abuela.
Durante mis días en el pueblo, me di cuenta de que no había visto ni una sola vez a doña Carmen, la vecina de mi abuela que vivía al otro lado de la calle. Siempre me gustó esa amable y trabajadora mujer mayor. Una verdadera luchadora.
—Abuela, ¿dónde está tu amiga doña Carmen? No ha venido en toda la semana. ¿Le ha pasado algo? —me preocupé.
Mi abuela me miró con sorpresa.
—Lleva más de un año en una residencia de mayores. Ah, claro, tú no sabías nada. Escucha, que te cuento.
Doña Carmen siempre había trabajado incansablemente. Nadie en el pueblo la había visto sin hacer algo. Si no estaba en el huerto, estaba en el jardín, recogiendo a la vaca o cocinando empanadas para medio pueblo. Con dos cubos llenos de cerezas se iba cada mañana temprano a coger el autobús. Vendía frutas, verduras, huevos y todo lo demás en el mercado del centro del pueblo. Cada euro que ganaba lo guardaba meticulosamente en una vieja caja de galletas.
No era para ella misma, ya que siempre necesitaba poco. Lo ahorraba para su único hijo, Luis, su nuera, Inés, y su nieta, Martina. Luis vivía en la ciudad, a unas tres horas en coche, y aunque la visitaban con regularidad, no le ayudaban con el trabajo del campo ni el ganado. Eso sí, siempre se llevaban productos del campo en el maletero.
Con los años, doña Carmen comenzó a envejecer y enfermar cada vez más. Le dolían las piernas, sufría de artritis, y la presión arterial le jugaba malas pasadas. Poco a poco fue dejando sus tareas: se quedó solo con un par de parcelas en el huerto, y permitió a los vecinos plantar patatas en el resto del terreno. Luis cada vez venía menos de visita, e Inés rara vez aparecía porque, según ella, ya no quedaba nada que aprovechar del campo.
Cuando doña Carmen comenzó a perder la vista, se asustó y llamó a su hijo para que la llevara a la ciudad a ver a un médico. Luis la llevó, e Inés, aunque no estaba contenta de verla, no lo mostró. La invitó a descansar del viaje y le ofreció de comer. Luis propuso hacerle un chequeo completo, y tras pasar el día en el hospital, fueron a la farmacia a comprar medicinas.
Ya era tarde para regresar al pueblo, y cuando Inés se enteró de que doña Carmen se quedaría a dormir, no pudo ocultar su decepción. Fue a la cocina a preparar la cena, haciendo tanto ruido con los platos que parecía que rompería los tímpanos. Justo en ese momento, una vecina mayor se acercó.
—¡Doña Carmen! Cuánto tiempo sin verla por aquí. ¿Se queda mucho por la ciudad? Si decide quedarse, venga a casa un rato, nos tomamos un té y charlamos.
Después de llevar a su madre con la vecina, Luis regresó a la cocina para hablar con su esposa.
—Inés, ya que estamos solos un momento, quería hablar contigo.
—¿De qué? —preguntó ella, ya mostrando su desagrado por adelantado.
—Mamá no está bien, tiene muchas dolencias. Apenas puede caminar.
—Eso es la vejez, no es ninguna sorpresa.
—Precisamente, estaba pensando en traerla a vivir con nosotros. Tenemos una casa grande, y Martina vive en Madrid, no va a volver aquí…
—¿Estás loco? —cortó Inés—. Esto no es un asilo, Luis.
—Por si no te acuerdas, gran parte de esta casa se costeó con las frutas y verduras que mamá vendía.
—No me eches eso en cara —se enfureció Inés—. Tu madre siempre nos ayudó.
—Eres una persona sin corazón —suspiró su esposo—. Pensé que si ella vendía su casa podríamos disfrutar juntos, incluso cambiar el coche, o irnos de vacaciones.
—¡Que su casa se la quede ella! ¿Tú quieres que pasemos una semana fuera y luego estar cuidándola diez años?
—¿Qué tonterías dices? —Luis levantó la voz, y de repente vio a doña Carmen en la puerta.
En la cocina se hizo un silencio sepulcral.
—¿Llevas mucho aquí? —preguntó Luis con timidez.
—Solo vine a por mis gafas, estábamos con la vecina viendo fotos. Ah, por cierto, me he decidido, dentro de un mes me iré a una residencia, necesitaré ayuda con la mudanza.
Luis no pudo articular palabra, pero Inés no tardó en reaccionar.
—Por supuesto, te ayudaremos. Es una buena decisión. Seguro estarás más acompañada con gente de tu misma edad.
La residencia de ancianos a la que Luis e Inés llevaron a doña Carmen despertó sentimientos encontrados. No cabía duda de que el personal era maravilloso, se les notaba su cariño por los ancianos. Sin embargo, el edificio necesitaba reparaciones urgentes, el linóleo del suelo era viejo y las ventanas no cerraban bien. A pesar de que la habitación era pequeña y no muy acogedora, doña Carmen no mostró molestia alguna.
—No te preocupes, mamá. Haré unas reformas aquí que harán que todos se queden maravillados. Pronto volveremos de visita, espéranos.
Se olvidaron de su promesa durante más de medio año, hasta que Inés sugirió que era momento de vender la casa de la abuela.
Al regresar a la residencia, el director no reprochó la falta de visitas. Al contrario, habló muy bien de doña Carmen.
—Antes de subir, pasen por la sala de descanso, quizá esté allí con sus amigas viendo la tele. Les acompaño.
Doña Carmen no estaba en la sala. Inés quedó sorprendida por el sitio.
—¡Pero qué bien lo han dejado todo aquí! Con nuevos sofás, sillas, un televisor enorme… Les ha debido costar una fortuna.
—Tienen que agradecer a su madre —dijo el director con una sonrisa.
—¿Mi madre? —Luis movió la cabeza incrédulo—. ¿Cómo pagó ella esto?
—Con todo, se compró con el dinero que ella donó.
—¿Habrá vendido su casa? —preguntó Inés con incredulidad.
Doña Carmen sonrió serenamente ante la angustiada pareja que lanzaba reproches.
—¿Por qué tanto escándalo? Vendí mi casa, no la suya. Aquí estoy bien, feliz, y quise agradecerles algo a estas buenas personas.
Doña Carmen miró a Inés con picardía.
—Es mejor vender la casa y alegrar a la gente que dejar que se la traguen, ¿no es cierto, Inés?
Sin poder replicar, Inés desvió la mirada y salió disparada hacia la puerta. Ahora ya era tarde para cambiar nada.