«No es tuyo, pero te lo pido — cuídalo»
Tras un agotador día de trabajo, lo único que anhelaba Lucía era cenar con su marido, darse un baño caliente y dormir. La jornada había sido dura: informes interminables, llamadas y prisas. Aparcó en el patio de su bloque, pulsó el mando del coche y se dirigió hacia el portal. Estaba a punto de sacar las llaves de su bolso cuando unos pasos vacilantes resonaron tras ella. Al girarse, vio a una chica delgada de unos dieciocho años. En sus brazos llevaba un bebé arropado en una mantita.
—Perdone, ¿usted es… Lucía? ¿La esposa de Adrián? —preguntó la desconocida con voz temblorosa.
—Sí —respondió Lucía, recelosa—. ¿Ocurre algo?
—Me llamo Nuria… Perdone por aparecer así, pero… este es el hijo de Adrián. Se llama Lucas. No sé qué hacer… Yo trabajaba como repartidora, aquel día llevé un paquete a su marido. Entonces… me había dejado mi novio, estaba destrozada, llorando sin consuelo. Su marido intent… intentó calmarme…
—Vaya manera de “calmar” —espetó Lucía con sarcasmo—. ¿Y qué esperas de mí ahora?
—No tengo a nadie… No tengo casa ni ayuda. Ya no puedo más. Por favor, lléveselo. Él es su hijo…
—¡Ni hablar! Si lo has parido, tú asume la responsabilidad —replicó Lucía, girándose bruscamente hacia el portal.
Pero por dentro ardía. Por mucho que fingiera indiferencia, la idea de que su marido la hubiera engañado, de que pudiera tener un hijo fuera, no la dejaba en paz. Cuando Adrián llegó esa noche, lo recibió con una pregunta directa:
—¿Te acostaste con Nuria?
Él bajó la mirada, sin justificarse ni mentir. Solo murmuró:
—Sí… Fue una vez… Yo estaba perdido… Me arrepiento cada día…
No llegaron a terminar la conversación. Sonó el timbre. Adrián abrió y regresó con el bebé en brazos. Sobre la manta había una nota: «Se llama Lucas. Por favor, cuidad de él…».
Se quedó paralizado, como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Lucía tomó al niño, miró su carita asustada y le dijo a su marido:
—Ve a la farmacia. Compra biberones, pañales, leche. Date prisa.
Así se quedaron con Lucas. Pasaron días, luego semanas. Adrián no estaba preparado para la paternidad, menos aún con dudas. Sus padres se negaron a reconocer al nieto, llamando a Nuria «una cualquiera». Presionado por su familia, exigió una prueba de ADN. El resultado lo dejó en shock: Adrián no era el padre.
Al llegar a casa, soltó:
—Hay que llevarlo a un orfanato. No es nuestro.
Pero Lucía ya había tomado una decisión:
—Es mío. Si quieres, quédate. Si no, vete. Pero no lo abandonaré. Dios no nos dio hijos; quizás este niño llegó por algo.
Adrián se fue. Pidió el divorcio. Lucía se quedó sola, pero no se rindió. Una niñera la ayudaba con Lucas; los vecinos la apoyaban en los días difíciles. Lo sacaba adelante. Hasta que una noche, el niño enfermó: fiebre alta, convulsiones… Su mundo se desmoronó. Llamaron a una ambulancia. Diagnóstico: neumonía, ingreso urgente. Días en el hospital, sueros, noches en vela.
Allí conoció a un médico joven, atento y sereno. Se llamaba Javier. Cuidó de Lucas y, poco a poco, mostró interés por Lucía. Un día, mencionó a Nuria: había preguntado por el niño.
Lucía le pidió:
—Si vuelve, tráemela. Quiero hablar con ella.
Dos días después, Nuria apareció. La conversación fue larga y sincera. Confesó que, al final, descubrió que el niño no era de Adrián, sino de su exnovio. Cuando se dio cuenta, ya era tarde. Desesperada, sin rumbo, había cometido un error. Adrián fue el único que la escuchó sin juzgarla.
Lucía no gritó ni la culpó. Simplemente escuchó. Y de pronto, entendió que no podía guardar rencor. En su juventud, ella había interrumpido un embarazo. Quizás el universo le daba ahora la oportunidad de salvar una vida.
—Ven a vivir conmigo —dijo en voz baja—. Empieza de cero. Estudia. Lo lograremos.
Nuria lloró. Más tarde, entró en la universidad, conoció a un hombre bueno y se casó. Se llevó a Lucas con ella. Y Lucía… también encontró su felicidad. Javier no se fue. Le propuso matrimonio. Ahora esperan un hijo juntos.
Adrián intentó volver. Su nueva relación había fracasado. Pero ya era tarde.
A veces, la bondad tarda en regresar. Pero lo hace. Lo importante es saber perdonar. Y escuchar al corazón.