¿Pero no ves que esa niña no es tu hija, o es que estás completamente ciego?
Recuerdo como si fuera ayer cuando apenas llevaba saliendo con mi futuro marido menos de un año. Al conocer a su madre, jamás imaginé que su actitud hacia mí, y especialmente hacia nuestra hija que nació tras la boda, sería tan desconfiada y negativa. La raíz del problema era que nuestra pequeña nació pelirrubia, con unos ojos azul profundo, mientras que mi marido y su hermano menor eran morenos, con rasgos marcadamente castizos.
Cuando estaba aún en la maternidad, mi suegra me llamó para felicitarme y manifestar sus ansias por conocer a la nieta. Así fue como se presentó. Apenas la vio, su rostro se tornó serio y, en el vestíbulo de aquel hospital madrileño, me soltó sin rodeos:
¿Pero seguro que no os han cambiado la niña?
Los que estaban a nuestro alrededor se quedaron atónitos, y mi suegra me observó esperando mi respuesta. Recuerdo que, azorada, le susurré que aquello era imposible, pues en todo momento estuve con mi hija.
La siguiente sospecha quedó clavada en sus gestos, aunque no se atrevió a decirla en ese momento. Pero en cuanto llegamos a casa y nos sentamos junto al bebé, lo soltó:
Esa niña no es tuya, hijo, ¿no te das cuenta? ¿Estás ciego?
Mi marido se quedó como una estatua por la sorpresa, pero su madre insistía, implacable:
No se parece en nada a ti ni a su madre. ¿No ves que la criatura es de otro hombre?
Mi esposo, entonces, se puso de mi parte y echó a su madre de nuestra casa. Me sentí herida; habíamos esperado ese día con tanta ilusión, el embarazo fue duro, pero nuestra hija nació sana y, recuerdo, cuando me la mostraron por primera vez, envuelta en su mantita rosa y con su llanto potente, el médico me dijo entre bromas:
¡Madre mía, qué vozarrón! Esta niña apunta maneras de soprano, ¡menudos pulmones!
Sonreí con alivio, la pequeña se quedó a mi lado y nos trasladaron juntas a planta. Esos días, antes del alta, me los pasé soñando con celebraciones familiares y futuras Navidades llenas de felicidad, hasta que…
Cuando mi suegra se marchó, mi marido intentó tranquilizarme, pero el ambiente se había enrarecido por completo. Mi suegra siguió con su paranoia: aunque su hijo la contradijo, no cedió; al contrario, lo convirtió en una guerra. Sus llamadas a mi marido se volvieron constantes y sus escasas visitas a nuestra casa llegaban siempre acompañadas de comentarios despectivos sobre la niña y sobre mí.
Nunca cogió a la nieta en brazos; procuraba quedarse a solas con su hijo para exigirle una prueba de paternidad. No tenía reparos en despotricar en voz alta; yo lo oía todo desde la otra habitación. Mi marido intentaba razonar con ella, asegurándole que confiaba en mí, pero ella solo soltaba una risilla burlona:
Pues demuéstralo.
Una tarde, en pleno sermón suyo, no aguanté más. Fui a la cocina, interrumpí la conversación y dije:
Basta ya de tonterías. Vamos a hacer la prueba y hasta le compro un marquito bonito para que te lo cuelgues en la cabecera de la cama y admiras el resultado cada día: “el padre es mi hijo”.
Mi suegra me fulminó con la mirada, sorprendida, incapaz de articular palabra. Mi marido me apoyó, pero lo hizo con un tono sarcástico más que evidente.
Aun así, accedimos. Cuando llegó el resultado, mi marido ni lo quiso leer; sabía perfectamente lo que pondría. Mi suegra, tras leerlo, me devolvió la hoja con gesto de fastidio. Yo no pude evitar replicar:
Entonces, ¿qué marco quieres? ¿De madera clara o caoba?
Ella montó en cólera:
¡Se ríe de mí! Seguro que has amañado el test. Mi hijo pequeño tiene una niña igual que él, morenita, con los mismos ojos… ¡esa sí que es nuestra sangre!
En definitiva, la dichosa prueba no calmó las aguas. La guerra siguió. Así pasaron cinco años, entre enfrentamientos y rencillas familiares. Me volví a quedar embarazada, tres meses después que la mujer del hermano de mi marido. Con ella siempre hubo buena sintonía, aunque ponía los ojos en blanco cuando mi suegra empezaba a especular otra vez.
Su segundo hijo fue también una niña. Todos fuimos a conocerla al salir del hospital, y al descubrir su carita bajo la sábana, me eché a reír: ¡era el vivo retrato de mi hija! Todos entendieron la broma cuando, mirándolos con picardía, dije:
Y bien, ¿a esta también la hizo mi supuesto amante?
El ambiente se distendió, todos rieron menos mi suegra, que se puso roja como un tomate. No contestó, pero a partir de ese momento fue distinta conmigo. Al principio solo dejó de desvariar, y el día que la vi jugando a las muñecas con mi hija, supe que algo se había roto en su interior.
Ahora, mi hija es la nieta mayor, la favorita, “nuestra niña”, “mi morenita”, y no deja de colmarla de regalos, de mimos, como si quisiera compensarla por los primeros años de distancia. Nunca le he guardado rencor a mi suegra, aunque sí queda una huella en el alma. Confío en que, con los años, acabe por borrarse.







