No eran de su sangre, esos cinco… Pero, ¿quién podría decirlo?
A Evaristo se le murió la mujer. No pudo recuperarse del último parto.
Da igual que te preocupes o no, ahí estaban, cinco chiquillos. El mayor, Nico, tenía nueve años. A Iñigo le faltaba poco para los siete. Los gemelos, Santi y Leo, cuatro añitos. Y la pequeña, Elena, la hija tan esperada, con solo tres meses de vida.
No hay tiempo para penas cuando los niños piden de comer. Pero al acostarlos, a medianoche, Evaristo se quedaba en la cocina, fumando
Al principio, Evaristo se las arregló como pudo. Su cuñada vino un tiempo a echarle una mano. No tenían más familia. Ella quiso llevarse a Santi y Leo, alegando que así sería más fácil. Luego vinieron dos de los servicios sociales.
Le propusieron mandar a todos los niños a un orfanato. Evaristo no pensaba entregar a nadie. ¿Cómo iba a dar a sus hijos? ¿Y luego qué? Claro que era difícil, pero ¿qué remedio? Poco a poco irían creciendo, y algún día serían mayores.
A veces hasta revisaba los deberes de los mayores. Con Elena, claro, había más lío. Pero Nico e Iñigo ya le echaban una mano.
La enfermera de cabecera, Nuria, iba a menudo y se preocupaba por ellos. Un día le prometió a Evaristo mandarle una niñera. “Un hombre solo con un bebé es mucho”, le dijo. “Es una chica buena, trabajadora. Ayuda en el hospital”.
No tenía hijos propios, ni estaba casada, pero había criado a sus hermanos, que eran muchos, de un pueblo cercano. Y así llegó Luz a su casa.
Bajita, fuerte, de cara redonda y una coleta anticuada hasta la cintura. Y callada. No hablaba más de la cuenta. Pero todo cambió en la casa de Evaristo. La casa relucía: todo limpio, todo ordenado.
Remendó y lavó la ropa de los niños. Cuidó de Elena, cocinó, friegó. En el colegio y la guardería notaron la diferencia. Los niños iban limpios, bien vestidos, sin botones cosidos con hilo negro sobre tela blanca ni codos rotos.
Una vez, Elena se puso mala, con fiebre. La médico dijo que se recuperaría, pero hacía falta atención. Y Luz se quedó despierta todas las noches, sin acostarse ni una vez. La sacó adelante. Y sin que nadie se diera cuenta, se quedó en casa de Evaristo
Los pequeños empezaron a llamarla “mamá”, hambrientos de cariño. Y Luz no les escatimaba afecto. Los elogiaba, les acariciaba la cabeza, los abrazaba. Al fin y al cabo, eran niños
Los mayores, Nico e Iñigo, al principio se hacían los remolones, no la llamaban de ninguna manera. Luego optaron por “Luz”. Ni niñera ni madre, solo Luz. Para recordar que su verdadera madre seguía en su memoria Además, por edad, apenas le llevaba unos años.
Los parientes de Luz no estaban contentos.
¿Qué haces cargando con semejante cruz? ¿No hay hombres sufic







