«¡No es su hijo!» — gritaba la suegra. Pero luego él regresó con un anillo en la mano… Demasiado tarde

—¡Ese no es su hijo! —gritaba mi suegra. Y luego él volvió con un anillo en la mano… Demasiado tarde.

Nunca olvidaré aquella noche. Todo mi cuerpo tiembla al recordarlo. Lo preparé como si fuera una celebración: velas, una ensalada ligera, su lubina al horno favorita, vino blanco. Y lo más importante: la noticia. La noticia más grande de mi vida.

Entonces solo tenía diecinueve años. Vivía en Salamanca, compartía un modesto piso en las afueras con Adrián. Llevábamos casi un año juntos. Me llenaba de flores, me llamaba «su felicidad», prometía quedarse a mi lado para siempre. Yo le creía. Hacíamos planes—de esos ingenuos, juveniles, cuando piensas que el amor lo es todo.

Y entonces le dije:
—Adri, vas a ser papá…

Se quedó helado. Luego, su rostro se deformó.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—Estoy embarazada—repetí con la voz temblorosa, esperando aún ver alegría en sus ojos.

Pero la respuesta fue un grito. Violento, lleno de rabia.
—¡Ese no es mi hijo! ¿Estás loca? No estoy preparado para esto. ¡Lárgate con tu embarazo!

Golpeó la puerta. Y desapareció.

Llamé… no contestó. Después, mi número quedó bloqueado. Me sentía mal física y emocionalmente, asustada. Pero, sobre todo, dolía. Porque la persona con quien soñaba un futuro se convirtió en un extraño en un instante.

Intenté hablar con su madre. Isabel Montero me recibió en la entrada de su piso en Valladolid. Ni siquiera me dejó entrar—ahí estaba, en bata, con los brazos cruzados y los ojos llenos de odio.
—Vete—dijo—. No juegues con mi familia. ¡Ese niño no es de Adrián! Solo buscas a quién parasitar. Mi hijo tiene otros planes, no es responsable de tus errores.

Me quedé en el rellano, sintiendo cómo mi corazón se destrozaba. Ni apoyo, ni fe, ni humanidad. Solo desprecio.

Pero incluso entonces, no se me pasó por la cabeza acabar con el embarazo. Él ya estaba dentro de mí. Era mío. Puro, inocente. ¿Por qué debía pagar por la cobardía de los adultos?

Pasaron tres años. Di a luz. A mi hijo le puse Valentín. Y cada mañana, cuando abre los ojos, me mira y sonríe, doy gracias al destino por no haberme rendido. Sí, fue duro. Trabajé de noche, hacía chapuzas en remoto, lavaba a mano, comía pasta. Pero Vale es mi sol. Mi todo.

Y entonces, hace unos días… llamaron a la puerta. Era Adrián. El mismo. Con otra mirada, más viejo, más delgado.

—¿Podemos hablar?—preguntó en voz baja.

Me contó que tuvo un accidente gravísimo. Lo salvaron, pero… ahora era estéril. Los médicos le dijeron que nunca tendría hijos. Su prometida lo dejó, no lo soportó. Y entonces se acordó de mí. De nuestro hijo. De cómo «lo había perdido todo».

—Quiero estar a tu lado—dijo—. Casarme. Cuidaros. Criar a Vale. Enmendar mis errores.

Lo miré y, dentro de mí, escuché el portazo de aquella puerta que él cerró años atrás. Vi su cara—la misma de aquella noche en que me traicionó. Recordé cómo acariciaba mi vientre por las noches, rogando que mi niño naciera sano. Cómo lloré en silencio la primera vez que Valentín dijo «mamá». Y simplemente… cerré la puerta. Sin gritos. Sin reproches. Porque todo ya estaba dicho.

Ya no le respondo cuando llama.

Quizá alguien diga que hay que perdonar. Dar una oportunidad. Pero tengo un hijo. Y merece un padre que lo ame desde su primer aliento. No uno que aparece cuando ya no le quedan opciones.

¿Tú qué crees? ¿Hice bien en no dejarlo volver a nuestra vida?

Rate article
MagistrUm
«¡No es su hijo!» — gritaba la suegra. Pero luego él regresó con un anillo en la mano… Demasiado tarde