No es nuestro camino

Hoy, casi al final de la jornada, el móvil de Javier sonó con la canción favorita de Lucía, la que ella misma puso como tono. Al contestar, reconoció su voz al instante:

“Javi, estoy en la peluquería. Ven a buscarme, ya sabes dónde.”

“Vale, ahora paso,” respondió él antes de colgar.

Javier sabía que Lucía solía tardar un par de horas en el salón de belleza, así que no tuvo prisa. Al llegar, decidió esperar en una cafetería cercana.

“Cuando termine, me llamará,” pensó, mientras pedía un café.

Pasó el tiempo. Terminó su bebida, revisó las noticias, vio algún que otro vídeo pero Lucía no aparecía.

“Me pregunto cuánto habrá gastado hoy,” se dijo, aunque él no pagaba sus caprichos. Lo hacía su padre, un empresario adinerado.

Llevaban siete meses juntos, y a veces vivían en su pequeño piso de dos habitaciones. Pero cuando Lucía se aburría, volvía a la mansión de sus padres en las afueras. Hija única, mimada, sin preocupaciones.

La madre de Lucía no lo aprobaba. Un informático de veintisiete años, ¿qué podía ofrecer? Pero Lucía debió calmar las aguas, porque nunca hubo enfrentamientos. Aun así, Javier notaba que no encajaba.

Él mismo empezaba a darse cuenta de que Lucía no era la esposa con la que soñaba, pero seguía adelante. Sobre todo después de la indirecta de su poderoso suegro:

“Quien haga feliz a mi hija, lo tendrá todo. Pero si la hace infeliz” El mensaje era claro.

Lucía era guapa, pero caprichosa. No entendía por qué dedicaba tanto tiempo a arreglarse si ya era hermosa. Tenía sentido del humor, era inteligente, pero arrogante. Quizás por el dinero que despilfarraba.

Ayer mismo anunció:

“Javi, en diez días nos vamos a las Maldivas. Mi padre paga. Necesito descansar.”

“Pero yo tengo trabajo,” protestó él.

“Mi padre lo arreglará.”

Todo esto lo ponía nervioso. Cada conversación giraba en torno al dinero de su padre. La relación se hacía más complicada, pero aún pensaba en casarse con ella.

De pronto, una voz lo sacó de sus pensamientos.

“¿Javier? ¡Soy yo, Rafa!”

Su amigo de la infancia, al que no veía desde hacía doce años, estaba frente a él. Se abrazaron como hermanos.

“¿Qué haces aquí?” preguntó Javier, todavía sorprendido.

“Vengo a ver a mi hermana, Verónica. Toca hoy en un concierto en el conservatorio. No entiendo mucho de música clásica, pero no me lo pierdo,” dijo Rafa riendo.

“¡Quiero verla!” exclamó Javier, recordando a aquella chica tímida que tanto le gustaba de pequeño.

“En cuarenta minutos termina. Si no tienes prisa, vamos juntos. ¿Estás solo?”

“No, espero a Lucía. Está en la peluquería.”

“Perfecto, entonces nos vemos luego.”

Los recuerdos lo invadieron. Los veranos en el pueblo, pescando en el lago, cantando junto al fuego Y Verónica, su primer amor.

“Sonreír solo es de tontos,” lo interrumpió Lucía, apareciendo de repente.

“Por fin. Sonreía por las buenas noticias,” mintió, observándola sin notar ningún cambio.

“¿Qué tal estoy?” preguntó ella, satisfecha.

“Bien.”

“¿Solo ‘bien’? ¿Sabes cuánto me ha costado esta manicura y el tratamiento facial? ¡Mírame, estoy radiante!”

“Siempre lo estás,” dijo él, aunque en ese momento le pareció más superficial que nunca.

“Vamos a casa. Hoy hay invitados,” ordenó Lucía.

“No puedo. He quedado con unos amigos de la infancia.”

Frunció el ceño, pero justo entonces llegaron Rafa y Verónica.

“¡Javier!” gritó Verónica, abrazándolo y besándolo en la mejilla. “¡Cuánto tiempo! ¡Qué hombre te has hecho!”

La belleza y dulzura de Verónica lo dejaron sin palabras. Hasta que Lucía interrumpió:

“Hola, ¿quién es esta?”

“Mi novia, Lucía,” presentó él, incómodo.

Los cuatro se sentaron, pero Lucía permaneció en silencio, con aire despectivo.

“Qué buenos eran esos veranos bajo el manzano,” recordaba Javier.

“Prefiero las Maldivas bajo una sombrilla. Y la piscina de mi padre es más grande que vuestro charco,” espetó Lucía.

“¿Hay peces en las Maldivas?” bromeó Rafa.

“En los restaurantes, donde yo como,” replicó ella.

Cuando se despidieron, Verónica preguntó:

“¿Vienes al pueblo este fin de semana?”

“Claro,” contestó Javier, mirando a Lucía.

“Pues yo también voy,” anunció ella, aunque él se resistió.

“Allí no hay nada para ti. Mosquitos, campo”

“Llevaré agua mineral. Seguro que no tienen buena.”

“Y un váter portátil, ya puestos,” ironizó él.

Al llegar al pueblo, los padres de Rafa los recibieron con una mesa bajo el manzano. Todo era perfecto hasta que Lucía empezó:

“Javi, la hierba me pincha. Javi, la carne huele raro. Javi, me ha picado un mosquito.”

“Descansa en la casa si no aguantas,” le dijo él, harto.

Más tarde, pescando en el lago, Javier preguntó:

“Verónica, ¿tienes novio?”

“Ahora no. ¿Por qué?”

“Es que estás preciosa,” confesó él.

“Y tú tienes novia,” recordó ella.

“Sí, pero ella no sabe hacer croquetas. Solo sabe marear la perdiz.”

Rafa se rió. “Pues aprende tú a cocinar, así no pasarás hambre.”

En el camino de vuelta, Lucía resopló:

“Nunca más me traes a este agujero. La semana que viene, Maldivas.”

“Pues no voy,” soltó Javier.

“Si no vienes, me perderás.”

“No voy.”

Silencio hasta la ciudad. Al dejarla en su casa, ella preguntó:

“¿Seguro que no vienes?”

“No. Prefiero el pueblo. No vamos por el mismo camino.”

“Pues vete con tu pueblo. Adiós.”

Javier respiró aliviado y llamó a Verónica.

“Voy dentro de dos días. ¿Me esperas?”

“¿Solo?” preguntó ella, y él sintió que era su oportunidad.

“Sí, solo.”

“Pues ven.”

Sonriendo, escuchó el teléfono. Era el padre de Lucía, pero no contestó. No quería arruinar su felicidad.

**Lección aprendida:** A veces, el amor verdadero está donde menos lo buscas. En el pueblo, bajo un manzano, lejos del ruido y las apariencias.

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