«Ese no es mi hijo», soltó gélido el millonario, su voz rebotando en el recibidor de mármol. «Recoge tus cosas y lárgate. Los dos.» Apuntó a la puerta. Su esposa apretó fuertemente a su bebé, los ojos anegados. Pero si tan solo él hubiese sabido…
Afuera, la tormenta rivalizaba con el caos dentro de casa. Inés permaneció tiesa, los nudillos blanquecinos por sostener al pequeño Hugo contra su pecho. Su esposo, Gonzalo Del Valle, magnate multimillonario y cabeza del clan Del Valle, la fulminaba con una furia que jamás había visto en sus diez años de matrimonio.
«Gonzalo, por favor», musitó Inés, voz temblorosa. «No entiendes lo que dices.»
«Lo entiendo perfectamente», espetó él. «Ese niño… no es mío. Me hice la prueba la semana pasada. Los resultados son rotundos.»
La acusación dolió más que un sopapo. A Inés casi le flaquean las piernas.
«¿Una prueba… sin decirme?»
«No tuve opción. No se parece a mí. No actúa como yo. Y los rumores ya escalaban demasiado.»
«¿Rumores? ¡Pero si es un bebé, Gonzalo! ¡Es tu hijo! Te lo juro por todos los santos.»
Pero Gonzalo había tomado ya su decisión.
«Tus cosas te las mandamos a la casa de tu padre. Nada de volver. Jamás.»
Inés se quedó un instante más, aguardando que fuera otro de sus arrebatos, esos que amanecían olvidados. Pero el hielo en su voz lo dejaba claro. Dio media vuelta y salió, sus tacones repicando en el mármol mientras el trueno tronaba sobre la mansión.
Inés creció en un hogar humilde, pero aterrizó en un mundo de oro al casarse con Gonzalo. Elegante, serena, lista: la quintaesencia que las revistas del corazón alababan y la jet envidiaba. Pero ahora todo aquello se esfumaba como humo.
Mientras la limusina negra la llevaba junto a Hugo de vuelta a la casa de campo de su padre en La Mancha, su mente daba vueltas. Había sido leal. Había querido a Gonzalo, apoyado en desplomes bursátiles, asaltos de la prensa, incluso cuando su suegra la ninguneó. Y ahora, la echaban como a una intrusa.
Su padre, Paco Méndez, abrió la puerta, los ojos como platos al verla.
«¿Inésita? Pero ¿qué pasa?»
Cayó en sus brazos. «Dice que Hugo no es suyo… Nos ha echado.»
A Paco se le tensó la mandíbula. «Pasa, cariño.»
Los días siguientes, Inés se habituaba a su nuevo desbarajuste. La casa era pequeña, su antigua habitación apenas cambiada. Hugo, feliz inconsciente, balbuceaba y jugueteaba, regalándole breves respiros entre penas.
Pero algo le rascaba: lo del ADN. ¿Cómo podía fallar una prueba?
Desesperada por respuestas, fue al laboratorio donde Gonzalo hizo el test. Ella también tenía contactos —y algún que otro favor pendiente. Lo que descubrió la dejó helada.
Habían manipulado los resultados.
Mientras, Gonzalo vagaba solo por la mansión, torturado por el vacío. Se repetía haber actuado bien —que criar al hijo ajeno no iba con él. Pero la culpa le roía por dentro. Evitaba entrar en el cuarto de Hugo, hasta que un día, la curiosidad pudo. Al ver la cunita vacía, el peluche de jirafa y los zapatitos minúsculos, algo dentro hizo *crack*.
Su madre, Doña Margarita, no ayudaba.
«Te lo advertí, hijo», declamó, sorbiendo su manzanilla. «Esa Méndez siempre fue un estropajo.»
Pero hasta ella se sorprendió cuando Gonzalo ni contestó.
Pasaron días. Luego, una semana.
Y entonces, llegó una carta.
Sin remitente. Solo un folio y una foto.
Las manos de Gonzalo temblaron al leer.
«Gonzalo:
Te equivocaste. Y de qué manera.
Querías pruebas —toma dos. Encontré los resultados de verdad. Alguien los amañó. Y la foto esta hallé en el escritorio de tu madre… Sabes bien lo que implica.
—Inés.»