Oye, imagínate la escena: “Ese niño no es mío”, soltó frío el magnate, con esa voz que rebotaba en el hall de mármol. “Recoge tus cosas y lárgate. Los dos.” Apuntó a la puerta. Su mujer abrazó fuerte al bebé, los ojos arrasados de lágrimas. Pero si él supiera…
Fuera, el temporal no paraba, igual que el que se había desatado dentro. Elena se quedó clavada, con los nudillos blancos de apretar contra su pecho al pequeño Adrián. Su marido, Javier de León, potentado y cabeza de los De León, la miraba con una furia que ni en diez años de casados había visto.
“Javi, por Dios”, susurró Elena, temblando. “No sabes lo que dices.”
“Sé muy bien lo que digo”, soltó él. “Ese niño… no es mío. Hice el test de ADN la semana pasada. Los resultados son claros.”
El golpe le dolió más que una bofetada. A Elena casi se le doblan las rodillas.
“¿Hiciste la prueba… sin decirme?”
“Tuve que hacerlo. No se parece a mí. No hace mis gestos. Y ya no podía hacer oídos sordos a los rumores.”
“¿Rumores? ¡Javi, es un bebé! ¡Y es tu hijo! Te lo juro por mi vida.”
Pero Javier ya había tomado su decisión.
“Tus cosas te las mando a la casa de tu padre. No vuelvas. Jamás.”
Elena se quedó un instante más, esperando que fuera otro de sus arranques, de esos que se le pasan al día siguiente. Pero el hielo en su voz no dejaba lugar a dudas. Dio media vuelta y salió, sus tacones resonando sobre el mármol mientras un trueno retumbaba sobre la hacienda.
Elena había crecido humilde, pero entró en otro mundo al casarse con Javier. Elegante, serena, lista —todo lo que las revistas aplaudían y los círculos selectos envidiaban. Pero todo eso se esfumó.
Mientras el Aston Martin los llevaba a ella y a Adrián de vuelta a la casita de campo de su padre en Toledo, la cabeza le daba vueltas. Siempre le fue fiel. Quiso a Javier, estuvo a su lado cuando los mercados se hundieron, cuando la prensa lo despedazó, incluso cuando su madre la desdeñó. Y ahora, la echaba como a una criada despedida.
Su padre, Martín Mendoza, abrió la puerta, los ojos como platos al verla.
“¿Elena? ¿Qué ha pasado?”
Ella se desplomó en sus brazos. “Dice que Adrián no es suyo… Nos ha echado.”
A Martín se le tensó la mandíbula. “Pasa, hija.”
En los días siguientes, Elena fue encajando su nueva vida. La casa era pequeña, su vieja habitación casi igual. Adrián, ajeno, jugaba y balbuceaba, dándole algún respiro entre tanto desconsuelo.
Pero algo la carcomía: la prueba de ADN. ¿Cómo podía estar mal?
Desesperada por saber, fue al laboratorio donde Javier hizo la prueba. Tenía contactos —y algunos favores pendientes. Lo que descubrió la dejó helada.
Habían manipulado los resultados.
Mientras, Javier, solo en su palacete, se consumía en el silencio. Se repetía que hizo lo justo —que no iba a criar a otro. Pero la culpa le roía. Evitaba entrar en el cuarto de Adrián, pero un día la curiosidad pudo más. Al ver la cuna vacía, el peluche de la ovejita y los zapatitos en la estantería, algo se le partió por dentro.
Ni su madre, Doña Carmen, ayudaba.
“Ya te avisé, Javier”, dijo, sorbiendo el té. “Esa Mendoza nunca estuvo a tu altura.”
Hasta ella se sorprendió cuando Javier no replicó.
Pasaron días. Luego, una semana.
Y llegó una carta.
Sin remite. Solo una hoja y una foto.
Las manos le temblaban a Javier al leerla.
*”Javier,
Te equivocaste. Y mucho.*
*Querías pruebas —aquí están. Hallé los resultados originales. La prueba fue alterada. Y esta foto la encontré en el despacho de tu madre… Tú sabes qué significa.*
—Elena.”