“No es mi hijo”, afirmó con frialdad el millonario, su voz retumbando en el atrio de mármol. “Recoge tus cosas y lárgate. Los dos”. Señaló la entrada. Su esposa apretó al bebé contra su pecho, los ojos anegados de lágrimas. Pero de haberlo sabido él…
Fuera, la tormenta rivalizaba con la que rugía en la mansión. Leonor permanecía inmóvil, con los nudillos blancos al oprimir al pequeño Javier contra sí. Su esposo, Gregorio Valverde, magnate multimillonario y patriarca del clan Valverde, la fulminaba con una ira desconocida en sus diez años de matrimonio.
—Gregorio, por favor —susurró ella, voz temblorosa—. No comprendes lo que dices.
—Sé muy bien lo que afirmo —replicó él—. Ese niño… no lleva mi sangre. La prueba de ADN es de la semana pasada. Los resultados son concluyentes.
El golpe le dolía más que una bofetada. Las rodillas de Leonor flaquearon.
—¿Encargaste un análisis… sin mi conocimiento?
—Era necesario. No se parece a mí. No se comporta como yo. Y no podía seguir ignorando los rumores.
—¿Rumores? ¡Gregorio, es un crío! ¡Y es tu hijo! Te lo juro sobre mi vida.
Pero Gregorio ya había tomado su decisión.
—Tus pertenencias irán a casa de tu padre. No regreses jamás.
Leonor se demoró un instante, esperando que fuera otro arranque pasajero como tantos antes. Pero el hielo en su voz no admitía duda. Dio media vuelta y salió, sus tacones resonando sobre el mármol mientras retumbaban truenos sobre la finca.
Leonor había crecido humildemente, pero accedió a un mundo de privilegios al casarse con Gregorio. Elegante, serena e inteligente—todo lo que celebraban las revistas y envidiaba la jet set. Pero nada importaba ya.
Mientras el coche de lujo los llevaba a ella y a Javier hacia la casa de campo paterna en Toledo, su mente no descansaba. Siempre fiel. Amó a Gregorio, estuvo a su lado cuando cayeron las bolsas, cuando la prensa lo crucificó, incluso cuando su madre la despreció. Y ahora, la echaban como a una intrusa.
Su padre, Alberto Mendoza, abrió la puerta, ojos desorbitados de asombro.
—¿Leonorcita? ¿Qué ocurre?
Cayó en sus brazos. —Dice que Javier no es suyo… Nos expulsó.
La mandíbula de Alberto se tensó. —Pasa, hija.
En los días siguientes, Leonor se aferró a su nueva vida. La casa era pequeña, su antigua aposento casi inalterado. Javier, ajeno al drama, balbuceaba y jugueteaba ofreciendo destellos de paz en su dolor.
Pero algo la carcomía: el análisis de ADN. ¿Cómo podía errar?
Ávida de respuestas, acudió al laboratorio madrileño donde Gregorio hizo la prueba. Ella también tenía contactos—y favores pendientes. Lo que descubrió la heló la sangre.
El resultado estaba manipulado.
Entretanto, Gregorio vagaba solo por su mansión, atormentado por el vacío. Se convencía de actuar con razón—criar al hijo de otro le era imposible. Pero la culpa le roía las entrañas. Evitaba el antiguo cuarto de Javier, hasta que la curiosidad pudo más. Al ver la cuna vacía, la jirafa de peluche y los zapatitos, algo se quebró en su interior.
Ni su madre, Doña Margarita, ayudaba.
—Te lo dije, Gregorio —comentó, paladeando su manzanilla—. Esa Mendoza nunca estuvo a tu altura.
Hasta ella se sorprendió cuando Gregorio guardó silencio.
Pasaron días. Luego una semana.
Entonces llegó una carta.
Sin remitente. Solo un folio y una fotografía.
Las manos de Gregorio temblaron al leer.
“Gregorio,
Erraste. Y garrafalmente.
Querías pruebas—las tienes. Hallé los resultados auténticos. La prueba fue adulterada. Y esta foto descubrí en el gabinete de tu madre… Sabes lo que implica.
—Leonor.”







