No es lo que parece

—Hija, pero ¿para qué quieres a ese gamberro? ¡No te va a traer nada bueno en la vida! Vas a llorar ríos, ya verás… ¡Acabarás en la cárcel él y tú esperándole como una Penélope cualquiera!

—¡Mamá, no digas eso! Álex no es un gamberro. Es bueno y cariñoso. ¡Y me quiere!

—¡Ese tipo solo quiere lo que le conviene! Olvídate de él. Mejor fíjate en Luis. Ese sí que sería un buen marido. Con él estarías más segura que en una fortaleza. Créeme, yo sé de estas cosas.

Lucía miró a su madre con resentimiento. No la entendía. Y ni siquiera lo intentaba.

—Mamá, Luis no me gusta. Es demasiado…

—¿Demasiado qué? Sí, quizá no tenga pinta de matón, ¡pero te adora! ¡Dale una oportunidad! ¡Manda a tu Álex a paseo!

—No, mamá. Yo solo me casaré con Álex. Lo he decidido.

—¡Roberto, dile tú algo a esta niña, que está ciega! —María Ángeles miró a su marido—. ¿Es que no piensas hablar?

Roberto se levantó del sofá y se acercó a su mujer y su hija, que discutían. No le caía demasiado bien Álex, pero no quería entrometerse en la vida de Lucía. Pensaba que ya era mayor y sabría qué hacer. Al fin y al cabo, era ella quien tenía que vivir su vida, no ellos.

—¿Qué pasa aquí, chicas? María, déjala que salga con quien quiera. Y tú, Lucía, ten cuidado y, si pasa algo, cuéntamelo. Te ayudaré en lo que haga falta. ¿Entendido?

La mujer alzó las manos al cielo, mientras Lucía abrazaba a su padre, feliz.

—¡Gracias, papá! Solo estamos saliendo, Álex ni siquiera me ha pedido que me case con él.

—Mejor así. A ver si no lo hace nunca —refunfuñó María Ángeles.

Lucía no replicó. No quería provocar otro sermón.

A sus veinte años, estaba segura de que sabría manejar su vida. Además, su madre no entendía nada. Para ella, Álex era el centro de su universo. Llevaban años enamorados, algo que sacaba de quicio a María Ángeles. En cambio, Luis, compañero de universidad de Lucía, le caía de maravilla a su madre, pero a la chica no le atraía lo más mínimo.

Con el permiso de su padre, Lucía dejó de esconderse y empezó a salir abiertamente con Álex. A él le encantó. Aunque el chico tenía carácter rebelde y amigos de su misma calaña, quería a Lucía de verdad y estaba dispuesto a dar un vuelco a su vida por ella.

—Álex, ¿podremos alquilar un piso después de casarnos? ¿Podrás con el gasto?

—Claro que sí. Si hace falta, mis padres nos echarán una mano. Por cierto, están encantados con que estemos juntos. Dicen que me estás cambiando para bien —sonrió, cariñoso.

—¿En serio? —Lucía se sonrojó, entre tímida y feliz.

Esta conversación tuvo lugar cuando Lucía estaba en el último año de carrera. Álex ya trabajaba y ambos ahorraban para la boda. María Ángeles seguía en contra y anunció que no les ayudarían con los gastos. Roberto no discutió con su mujer, aunque en secreto ayudaba a su hija.

—Búscate un chico decente, y entonces pagaremos nuestra parte —le decía ella—. Pero si te empeñas con ese gandul, apañáte sola.

Lucía lloraba de rabia, pero no podía cambiar la opinión de su madre. Tuvieron que arreglárselas solos. Por suerte, los padres de Álex fueron más comprensivos y la acogieron con cariño.

—Qué pena que mi madre no te acepte. Papá al menos dijo que soy libre de decidir. No me pone trabas. Al contrario, me apoya.

Álex la abrazó y la miró a los ojos.

—Lucía, no te preocupes. Tu madre solo quiere lo mejor para ti. Yo aguantaré sus pullas. Mucha gente me ha odiado en la vida, no es algo nuevo.

—¿Y quién te ha odiado, eh? —le dio un codazo, bromeando.

—Bueno… —la besó y susurró—. A cambio, solo te he querido a ti.

—¿Siempre?

—Siempre —confirmó él.

Era verdad. La quería desde que eran niños, desde que Lucía y sus padres se mudaron al barrio y ella empezó en el colegio. Al principio, Álex la chinaba, pero ella supo pararle los pies. Así empezó su amistad, que se convirtió en amor.

Pero que Álex tuviera novia no evitaba que siguiera metiéndose en líos. A veces se arrepentía, pero casi nunca reflexionaba sobre su actitud.

Hasta ahora. Se puso las pilas, terminó sus estudios y empezó a trabajar en un taller mecánico, ganando bien.

La boda se celebró sin ayuda de los padres de Lucía. Álex tenía buena reputación en el taller y cada vez se alejaba más de su juventud alborotada. Aunque su suegra seguía viéndolo con malos ojos, Lucía era feliz a su lado. María Ángeles insistía en que su hija acabaría mal con ese sinvergüenza.

—Álex, ¿mañana vamos a casa de mis padres? —Lucía abrazó a su marido.

Él la miró con ternura y acarició su vientre redondo.

—Cariño, ¿y para qué? Ahora no necesitas estrés. Cuando nazca Javier, entonces iremos. Verán a su nieto. Por cierto, mis padres querían pasar a vernos estos días.

—Vale —asintió ella—. Pídeles a tu madre que haga ese pastel riquísimo suyo, ¿sí?

Álex sonrió y la miró con amor.

—Claro, encantada lo hará. Le encanta mimarte.

—Sí, tu madre es un cielo —acarició su vientre—. Aunque hace todo por el nieto. Dice que quiere que sea un niño fuerte, y por eso tengo que comer bien.

—Bueno, que se esfuerce —se rio él.

No vivían con lujos. A veces incluso tenían deudas. Lucía ni siquiera había empezado a trabajar tras la universidad, así que Álex mantenía la familia solo. Pero el antiguo gamberro no se quejaba: seguía dispuesto a todo por su amor.

El tiempo pasó volando, y nació el pequeño Javier. Los padres, felices, querían presumir de él. En cuanto Álex tuvo un día libre, fueron a casa de los padres de Lucía. Habían ido al hospital, pero Lucía los echaba de menos, y hacía un mes que no veían al bebé. Todos esperaban con ilusión este día.

María Ángeles pasó la mañana cocinando, mientras Roberto limpiaba la casa. Ansiaba ver a su nieto, aunque a veces visitaba a su hija para jugar con el niño, a diferencia de su mujer, que no tragaba a su yerno.

—¡Hola, mamá! —entraron animados.

Álex, orgulloso, cargaba a Javier, tarareándole algo. Lucía llevaba una bolsa con lo necesario.

—¡Hija! ¿Cómo vas cargada así? ¡Vaya marido tienes! Nada de ayuda… —María Ángeles no perdió ocasión de atacar.

—La bolsa no pesa, y Álex lleva a Javier. Mamá, por favor…

Él le tocó el brazo y negó con la cabeza. Habían acordado no reaccionar a las provocaciones, pero Lucía no pudo aguantarse.

—Hola, dame al niño —Roberto salió a recibirlos y lo cogió en brazos.

—Ponlo en el sofá, papá —pidió Lucía—. Ahora voy.

—¡Vaya! ¿Cuándo aprendiste a manejar niños?Con el tiempo, incluso María Ángeles comenzó a sonreír cuando Álex le pasaba a Javier con cuidado, y aunque nunca lo admitió en voz alta, todos notaron cómo su mirada se suavizaba cada vez que veía a su nieto reír en brazos de su padre.

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