No es como pensabas…

**Diario**

No es como pensabas…

—Mamá y papá vienen este fin de semana —dijo Lucía, intentando que sonara casual—. Tienen muchas ganas de conocerte.

Javier, que en ese momento untaba mermelada de cereza en una tostada, se quedó inmóvil. Dejó el cuchillo lentamente sobre la mesa.

—Perfecto —respondió con una sonrisa tensa—. Yo… yo también estoy contento. Mucho.

Pero Lucía lo conocía demasiado bien. Notó al instante cómo se le tensaron los hombros, cómo evitaba su mirada.

—Javi, todo irá bien. Seguro que les caes bien —dijo suavemente, tomándole la mano.

Él sonrió, pero en sus ojos se reflejaban nervios e inseguridad.

—Luci, tus padres son gente culta, educada… Y mírame a mí: barba, tatuajes, pendiente en la oreja. Para ellos, soy la pesadilla hecha realidad.

—Para mí eres la persona más bondadosa del mundo —contestó ella con firmeza—. Lo verán. Ya lo verás.

La semana siguiente pasó en un torbellino de preparativos. Lucía limpió el piso, repasó las recetas preferidas de sus padres y dejó todo impecable. Javier la ayudó en silencio: colgó cortinas nuevas, compró flores frescas, pero cada noche salía al balcón a fumar, perdido en sus pensamientos.

Llegó el día. Lucía arreglaba el mantel por enésima vez, mientras Javier, vestido con una camisa blanca y las mangas remangadas, se alisaba el pelo frente al espejo.

Sonó el timbre.

—Voy yo —susurró él, saliendo al pasillo.

En la puerta estaban sus padres: Carmen y Fernando. Su madre lo miró con los ojos muy abiertos, como si viera un fantasma. Su padre frunció el ceño, pasando la vista de sus tatuajes al pendiente.

—Hola —dijo Javier con calma, extendiendo la mano—. Soy Javier. Un placer conocerlos.

Tras una pausa, Fernando le estrechó la mano con un gesto reservado. Carmen, notando la tensión, fue la primera en reaccionar:

—Bueno, pasad dentro. Lucía nos estará esperando, ¿no?

Lucía apareció en la cocina, con una sonrisa brillante aunque forzada. Abrazó a sus padres con fuerza, luego tomó la mano de Javier y los guió al comedor.

La cena transcurrió en un silencio incómodo. Carmen lo observaba como si intentara resolver un enigma. Fernando hacía preguntas directas. ¿A qué te dedicas? ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿De dónde son tus padres?

Cuando Javier mencionó que era veterinario, su madre arqueó una ceja:

—¿Veterinario? Vaya, no me lo esperaba…

Él asintió.

—Sí, me lo dicen a menudo. Pero los tatuajes no son un diagnóstico.

Hubo un breve silencio, roto por Fernando:

—¿Y por qué animales?

Javier respiró hondo.

—De niño, recogí a un perro atropellado. Estaba al borde de la muerte. Mi madre y yo lo llevamos a la clínica. Allí vi por primera vez cómo un médico luchaba por salvar a un paciente que no puede hablar… Ahí supe que quería hacer lo mismo.

De pronto, Fernando se suavizó. Empezó a preguntarle por casos de su trabajo, e incluso contó cómo una vez rescató a un gato de una alcantarilla.

Para el final de la noche, el ambiente se había vuelto más cálido. Javier habló de cómo los animales detectan la bondad, de las horas dedicadas a salvar vidas que otros daban por perdidas.

Al despedirse, Carmen se acercó y lo abrazó.

—Gracias por tu sinceridad —susurró—. Yo estaba… equivocada.

Fernando le estrechó la mano con más fuerza.

—Cuida de mi niña. Es única.

Cuando se cerró la puerta, Javier soltó el aire aliviado.

—Pensé que tu madre iba a empezar a rezar y a echarme agua bendita.

Lucía rio y se abrazó a él.

—Sabía que les gustarías. Porque eres el mejor.

Se quedaron abrazados en silencio, mientras en el alféizar dormía plácidamente un gatito naranja, el mismo que Javier había rescatado tiempo atrás.

—La vida es curiosa —murmuró él—. Si no fuera por ti, por este pequeño, quizá ni siquiera habríamos hablado…

—Ahora tenemos toda una historia para nuestros hijos —sonrió Lucía.

—Y unos suegros que no me han echado —añadió él.

Los dos rieron, livianos, sinceros, conscientes de que la verdadera felicidad es que te acepten tal como eres.

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