No es como pensabas…

No es como piensas…

—Mamá y papá vendrán este fin de semana —dijo Lucía, fingiendo naturalidad—. Tienen muchas ganas de conocerte.

Javier, que en ese momento untaba mermelada de cereza en una tostada, se quedó inmóvil. Dejó el cuchillo lentamente sobre la mesa.

—Perfecto —respondió, forzando una sonrisa—. Yo… yo también estoy contento. Mucho.

Pero Lucía lo conocía demasiado bien. Notó al instante cómo se tensaron sus hombros, cómo evitaba su mirada.

—Javi, todo irá bien. Seguro que les caes genial —dijo suavemente, tomándole la mano.

Él sonrió, pero en sus ojos se reflejaban nervios e inseguridad.

—Lucía, tus padres son gente culta, educada… Y mírame a mí: barba, tatuajes, pendiente en la oreja. Para ellos soy su peor pesadilla.

—Para mí eres la persona más buena del mundo —respondió ella con calma—. Y ellos lo verán. Ya lo verás.

La semana pasó entre prisas. Lucía limpiaba el piso, repasaba las recetas favoritas de sus padres y lo dejaba todo impecable. Javier la ayudaba en silencio: colgó cortinas nuevas, compró flores frescas, pero cada tarde se iba al balcón a fumar, perdido en sus pensamientos.

Llegó el día. Lucía arreglaba el mantel por enésima vez, moviendo los cubiertos de sitio. Javier, vestido con una camisa blanca de mangas arremangadas, se miraba al espejo mientras se alisaba el pelo.

Sonó el timbre.

—Voy yo —susurró él, saliendo al recibidor.

En la puerta estaban sus padres: Isabel Martínez y Antonio López. Su madre lo miró con los ojos como platos, como si viera un fantasma. Su padre frunció el ceño, pasando la vista de sus tatuajes al pendiente.

—Hola —dijo Javier, extendiendo la mano con calma—. Soy Javier. Encantado de conocerles.

Su padre, tras una pausa, le devolvió el apretón con un gesto serio. Isabel, al notar la tensión, fue la primera en reaccionar:

—Bueno, pasad. Lucía nos estará esperando, ¿no?

Lucía apareció desde la cocina, con una sonrisa tensa. Abrazó a sus padres con fuerza, luego tomó la mano de Javier y los guió hacia el comedor.

La cena transcurrió en un silencio incómodo. Su madre lo observaba como si intentara resolver un acertijo. Su padre soltó preguntas secas: ¿A qué te dedicas? ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Dónde viven tus padres?

Cuando Javier mencionó que era veterinario, su madre alzó una ceja:

—¿Veterinario? Qué curioso. No lo diría por tu aspecto…

Él asintió.

—Sí, me lo dicen a menudo. Pero los tatuajes no son un diagnóstico.

Hubo un breve silencio, hasta que su padre preguntó:

—¿Y por qué animales?

Javier respiró hondo.

—De pequeño recogí a un perro atropellado. Estaba grave. Mi madre y yo lo llevamos a la clínica. Fue la primera vez que vi cómo un médico luchaba por salvar a un paciente que no podía hablar… Ahí supe que quería hacer lo mismo.

Antonio, inesperadamente, se relajó. Empezó a preguntarle por casos de su trabajo y hasta contó cómo una vez sacó a un gato de una alcantarilla.

Al final de la noche, el ambiente se había suavizado. Javier habló de cómo los animales sienten la bondad, de cómo dedicaba horas a cuidar crías que otros daban por perdidas.

Al despedirse, Isabel se acercó y lo abrazó.

—Gracias por tu sinceridad —susurró—. Estaba… equivocada.

Antonio le estrechó la mano con más fuerza.

—Cuida de mi niña. Solo tenemos una.

Al cerrarse la puerta, Javier suspiró aliviado.

—Pensé que tu madre empezaría a rezar y a echarme agua bendita.

Lucía rio y se acurrucó contra él.

—Yo sabía que acabarían queriéndote. Porque eres el mejor.

Se quedaron abrazados en silencio, mientras en el alféizar dormía plácidamente un gatito naranja, el mismo que Javier había rescatado años atrás.

—Qué rara es la vida —murmuró Javier—. Si no fuera por ti, por este pequeño, quizá ni siquiera habríamos hablado…

—Ahora tenemos una historia para contar a nuestros hijos —sonrió Lucía.

—Y unos suegros que no me han echado —añadió él.

Y ambos rieron, libres y felices, sabiendo que la verdadera dicha está en ser aceptado tal como eres.

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MagistrUm
No es como pensabas…