No es como te lo imaginas…
—Mamá y papá vendrán este fin de semana —dijo Lucía, intentando que sonara casual—. Tienen muchas ganas de conocerte.
Javier, que en ese momento untaba mermelada de cereza en su tostada, se quedó inmóvil. Dejó el cuchillo lentamente sobre la mesa.
—Perfecto —respondió, forzando una sonrisa—. Yo… yo también estoy contento. Mucho.
Pero Lucía lo conocía demasiado bien. Notó al instante cómo se le tensaron los hombros, cómo evitaba su mirada.
—Javi, todo irá bien. Seguro que les caes genial —dijo suavemente, tomándole la mano.
Él soltó una risita, pero sus ojos reflejaban inquietud.
—Lucita, tus padres son gente culta, refinada… Y mírame a mí: barba, tatuajes, un pendiente en la oreja. Para ellos, soy su peor pesadilla.
—Para mí eres la persona más buena del mundo —respondió ella con firmeza—. Y ellos lo verán. Ya lo verás.
La semana pasó entre prisas. Lucía limpió la casa, repasó las recetas favoritas de sus padres y lo dejó todo impecable. Javier la ayudaba en silencio: colgó cortinas nuevas, compró flores frescas, pero cada noche salía al balcón a fumar, perdido en sus pensamientos.
Llegó el día esperado. Lucía ajustaba el mantel por enésima vez, reorganizando los cubiertos. Javier, vestido con una camisa blanca y las mangas remangadas, se miraba al espejo mientras se alisaba el pelo.
Sonó el timbre.
—Yo abro —susurró, y salió al recibidor.
En la puerta estaban sus padres: Carmen y Antonio. La madre abrió los ojos como platos, como si un fantasma se hubiera materializado ante ella. El padre frunció el ceño, mirando alternativamente los tatuajes de Javier y su pendiente.
—Buenas tardes —dijo Javier con calma, tendiendo la mano—. Soy Javier. Un placer conocerles.
El padre, tras una pausa, le estrechó la mano con un gesto serio. Carmen, notando la tensión, fue la primera en reaccionar:
—Bueno, pasen. Lucía nos estará esperando, ¿no?
Lucía apareció desde la cocina, con una sonrisa nerviosa. Abrazó con fuerza a sus padres y, tomando a Javier de la mano, los guió al interior.
La cena transcurrió en un silencio incómodo. Carmen observaba a Javier como si intentara descifrar un acertijo. Antonio hacía preguntas secas y directas: ¿A qué te dedicas? ¿Cuánto lleváis juntos? ¿Dónde viven tus padres?
Cuando Javier mencionó que era veterinario, Carmen arqueó una ceja:
—¿Veterinario? Qué sorpresa. No lo diría por tu aspecto…
Él asintió.
—Sí, me lo dicen a menudo. Pero los tatuajes no son un diagnóstico.
Hubo un breve silencio, roto por Antonio:
—¿Y por qué animales?
Javier respiró hondo.
—De pequeño recogí a un perro atropellado. Estaba al borde de la muerte. Mi madre y yo lo llevamos a la clínica. Fue la primera vez que vi a un médico luchando por salvar a un paciente que no podía hablar… Ahí supe que quería hacer lo mismo.
Antonio, inesperadamente, se suavizó. Empezó a preguntarle por casos de su trabajo e incluso contó cómo una vez rescató a un gato de una alcantarilla.
Para el final de la noche, el ambiente se había vuelto cálido. Javier hablaba de cómo los animales detectan la bondad, de las horas que dedicaba a curar a crías que otros daban por perdidas.
Cuando los padres se preparaban para irse, Carmen se acercó y lo abrazó.
—Gracias por tu sinceridad —murmuró—. Me equivoqué al juzgarte.
Antonio le estrechó la mano con más fuerza.
—Cuida de mi niña. Solo tenemos una.
Al cerrarse la puerta, Javier suspiró aliviado:
—Pensé que tu madre empezaría a rezar y a echarme agua bendita.
Lucía se rio y se acurrucó contra él.
—Yo sabía que les gustarías. Porque eres el mejor.
Se quedaron abrazados en silencio, mientras en el alféizar dormía plácidamente un gatito anaranjado, el mismo que Javier había salvado años atrás.
—Qué rara es la vida —susurró Javier—. Si no hubiera sido por ti, por este pequeño, quizá ni siquiera habríamos hablado…
—Ahora tenemos una gran historia para contar a nuestros hijos —sonrió Lucía.
—Y unos suegros que no me han echado de casa —añadió él.
Los dos rieron, ligeros, sabiendo que la verdadera felicidad está en ser aceptado tal y como eres.