No como en las telenovelas, pero el corazón finalmente eligió su camino
A Lucía le encantaban las telenovelas. Creía que la vida real podía ser igual de intensa que en la pantalla: con giros inesperados, pasión desbordada, drama y finales felices. Pero su realidad era distinta: gris, monótona y triste. Vivía en un pequeño pueblo cerca de Zaragoza, y ni siquiera el matrimonio le había traído la felicidad que soñó en su juventud.
Pablo, su marido, al principio parecía cariñoso y protector. Pero a los tres años de casados, de pronto anunció:
—Me voy. No aguanto más aquí. Me ahogo. Yo nací para la ciudad, Lucía.
—¿Qué dices? Tenemos una vida tranquila —intentó detenerlo ella.
—Tú sí, yo no —cortó él, y, echando un par de camisas en una bolsa vieja, se marchó sin mirar atrás.
Los rumores corrieron como pólvora. Las vecinas cotilleaban:
—Pablo dejó a Lucía, se fue a Huesca. Seguro que ya tiene otra allí.
Lucía guardó silencio. No lloró, no se quejó. Simplemente siguió adelante. En la casa de sus padres no había lugar para ella: su hermano, la cuñada y sus cuatro hijos llenaban cada rincón. No tenía hijos propios.
—Quizá Dios me hizo un favor. Con alguien como Pablo, no habría sido buen padre —pensaba, contemplando a los niños del barrio.
Por las noches, se sentaba frente al televisor y se sumergía en los dramas de sus telenovelas: infidelidades, amores apasionados, sufrimientos. Las historias le quemaban el pecho. Después de verlos, tardaba en conciliar el sueño.
Y por la mañana, la misma rutina: los cerdos, las gallinas, el ternero Pepe. No lo dejaba en el rebaño; lo ataba ella misma detrás de la huerta. Una tarde, la vecina gritó:
—¡Lucía, tu ternero se escapó y está corriendo por el pueblo!
Salió corriendo y vio a Pepe embistiendo la valla, levantando con los cuernos la cerca del vecino.
—Pepe, por favor, quieto —le suplicaba, tentándolo con pan. Pero él sacudía la cabeza y forcejeaba. De un tirón, soltó la cuerda y espantó a una bandada de patos.
Como siempre, la salvó Javier, el tractorista, su antiguo compañero de escuela. Atrapó al ternero, lo ató con destreza y lo aseguró. Lucía lo observó mientras lo hacía: sus manos fuertes, los músculos que se adivinaban bajo la camisa. Y de pronto, algo le dio un vuelco al corazón. ¡Cómo deseaba que fueran esos brazos los que la abrazaran!
—¿En qué estoy pensando? —se sonrojó—. Como una gata en celo.
Se avergonzó. Porque Javier vivía con Rosa, una mujer alta y robusta que una noche, tras una fiesta en la que él bebió de más, se quedó en su casa. Llegó con su hija de un matrimonio anterior, y así se quedaron, sin papeles.
Lucía se divorció de Pablo rápido, apenas él desapareció. Después hubo pretendientes, incluso propuestas de matrimonio, pero su corazón permaneció callado. Hasta ahora. Hasta que ese Javier, su antiguo compañero, empezó a mirarla distinto, con ternura. Sentía su mirada como una brasa. Y temía. Temía que Rosa se enterara y lo contara por todo el pueblo.
Sin embargo, Javier pasaba cada día por el lindero, un camino que antes no usaba. Ella se levantaba temprano, como para deshierbar la huerta, pero en realidad esperaba sus pasos. Sus miradas se cruzaban, y en sus ojos había algo que nunca tuvo Pablo: calidez, casi dulzura.
Entonces, Pablo regresó. Tan campante, como si nunca se hubiera ido.
—¿Me perdonas? —preguntó con esa misma sonrisa arrogante.
—¿Por qué no funcionó en la ciudad?
Pero su corazón no latió más fuerte. Ni un sobresalto. Descubrió que nunca lo había amado. O quizá ese amor murió hace tiempo.
Se quedó en la casa. Ella no podía echarlo, pero él tampoco mostraba respeto. Por las noches, Lucía se encerraba, empujaba el armario contra la puerta y entraba por la ventana. Javier lo veía y lo entendía: Lucía no había perdonado a Pablo.
Una mañana, aparecieron unos escalones bajo su ventana. Alguien los había puesto con cuidado para facilitarle el paso. No era Pablo… Él seguía durmiendo allí y desapareciendo sin más. Fue Javier quien, de noche, clavó aquellos peldaños.
Y después… Rosa volvió al pueblo. Pero enfermó de repente, algo grave. Su hija se fue con la abuela. A Rosa la llevaron al hospital, de donde no regresó. Murió.
Lucía veía cómo Javier, en las mañanas, quitaba la nieve no solo de su casa, sino también de la suya. A escondidas. Una tarde de primavera, volvió del trabajo y encontró la puerta abierta. En la cocina, una mujer rolliza bebía de su taza.
—Hola, dueña —sonrió Pablo—. Vera y yo vivimos aquí ahora. La casa es mía. Tú haz las maletas y vete.
Esa noche, Lucía volvió a empujar el armario contra la puerta. Por la mañana, empezó a sacar sus cosas. Javier se acercó, tomó la maleta en silencio y la llevó a su casa. Luego otra, y otra. Sin preguntar, simplemente la rescataba. Pablo y Vera callaban, intercambiando miradas.
—¿Así que es amor lo que hay entre ustedes? —se burló Pablo—. Buena suerte.
Javier tomó la mano de Lucía y la guió hacia su hogar. De pronto, ella rompió a llorar: de felicidad, sorpresa o alivio. Él la abrazó fuerte, y todo le dio vueltas ante los ojos.
Se casaron pronto. Lucía espera un hijo. Pablo salió de la casa, observándolos con inquietud. Pero a ella ya no le importaba. A su espalda, ahora, estaba un hombre de verdad. No en una telenovela, sino en la vida.