**No es como en las películas, pero casi**
Siempre me han encantado los melodramas de la tele. Soñaba con que mi vida fuese igual de intensa que esas historias de final feliz, pero los sueños se quedaron en eso, y la realidad seguía su curso triste en este pueblecito perdido de Castilla-La Mancha.
Me casé con Alejandro creyendo que era amor. Pero él, igual de impulsivo e inconstante que de joven, no cambió nunca. Me llevó a vivir a su casa vieja, y tres años después me soltó de golpe:
—Me voy a Madrid. Haz lo que quieras. Aquí me ahogo, necesito libertad.
—Ale, ¿qué dices? Si aquí estamos bien… —Me quedé sin palabras, sin entender nada.
—Tú estarás bien. Yo no.
Dicho eso, agarró su pasaporte y la mochila raída, y se marchó. El pueblo no tardó en cuchichear:
—Alejandro dejó a Lucía para irse a la ciudad. Seguro que tiene otra por ahí.
Yo no lloré, no me quejé. Seguí viviendo en su casa porque no tenía adónde ir. En casa de mis padres ya vivía mi hermana con su familia, no había espacio. Tampoco tuve hijos.
—Quizá Dios quiso que Alejandro no fuera padre —pensaba a veces, mirando a los niños de los vecinos.
Por las noches, después de trabajar, me sentaba frente al televisor. Veía culebrones donde todo era pasión y dramas. Me sumergía en ellos como si fueran mi vida, y después daba vueltas en la cama, incapaz de dormir.
Los días empezaban igual: dar de comer al cerdo, las gallinas, y al ternero Benito, al que ataba en el huerto porque no lo dejaba salir con el rebaño.
—¡Lucía! —gritó una vecina—. ¡Benito se ha soltado, está corriendo por el pueblo!
—¿Dónde? —Salí corriendo. El animal embestía la valla de un vecino con sus cuernos nuevos.
—Benito, ven —intenté calmarlo, ofreciéndole pan, pero el ternero sacudía la cabeza—. ¡Que te den! —le grité en un arranque. Benito salió disparado, asustando a los pavos de los vecinos.
No sé cuánto habría durado la persecución si no llega a ser por Javier, el mecánico. Con un rápido movimiento, agarró la cuerda y ató al animal. Yo observé sus brazos fuertes, los músculos que se marcaban bajo la camisa desgastada. De repente, deseé que esos brazos me abrazaran, que me estrecharan contra su pecho.
Me avergoncé al instante. Javier era un compañero de la infancia, pelirrojo, siempre bromeando. Vivía con Nuria, una mujer fuerte, en la casa de al lado. No me convenía pensar en él.
—Jamás lo había visto así —pensé, apartando la mirada.
Con Alejandro me divorcié enseguida. Tuve pretendientes, incluso me pidieron matrimonio, pero ninguno me gustaba. Vivía sola, sintiendo que el amor se me había escapado.
Javier se secó las manos con hierba, y de pronto le dije:
—Pasa al patio, ahí puedes lavarte.
Sin decir nada, me siguió. Noté su mirada clavada en mi espalda.
Algo había cambiado. Me miraba distinto, con una intensidad que no entendía.
—¿Qué le pasa?
Se lavó las manos, se secó con la toalla, y antes de irse me lanzó una mirada que lo decía todo.
Desde entonces, algo invisible nos unió. Cada vez que pasaba, me ruborizaba. Empezó a cruzar por mi patio, aunque antes nunca lo hacía. Yo me levantaba temprano, decía que para regar las plantas con el fresco de la mañana, pero en realidad esperaba verlo. Nuestras miradas se encontraban, y en sus ojos había algo sincero, casi adoración.
Intentaba no pensarlo. Temía a Nuria.
—Si se entera, armará un escándalo en el pueblo.
Pero Javier seguía viniendo, mirándome como si ardiera por dentro. Yo le correspondía con una sonrisa tímida. A veces creía que esto era como uno de mis culebrones: sin final claro, solo esperando a ver qué pasaba.
Un día, mientras barría el patio, escuché una voz conocida:
—Hola, Luchi…
Me di la vuelta. Allí estaba Alejandro, con la misma sonrisa arrogante, los ojos azules entrecerrados, la barba crecida.
—He vuelto. ¿Me dejas entrar?
—¿Qué? ¿No te fue bien en la ciudad?
Mi corazón no latió más fuerte. No sentí nada. El amor se había apagado, o quizá nunca existió. La puerta de mi alma se cerró cuando se fue tras una vida mejor, dejándome atrás.
Alejandro regresó a su casa. Yo no tenía a dónde ir, así que lo dejé entrar. Por la noche, cerré la puerta de mi habitación y arrimó el armario. Él se instaló en la otra parte de la casa. Casi nunca estaba, siempre con sus amigos.
Javier andaba cabizbajo. Hasta que un día me vio saliendo por la ventana, y algo encendió en él.
—Así que no lo ha aceptado de vuelta…
A la mañana siguiente, al bajar, noté algo bajo mis pies. Dos tablones mal clavados servían de escalón.
—¿Quién habrá hecho esto? —No podía ser Alejandro, nunca se preocupaba por mí.
Fue Javier. Esa noche los puso para ayudarme. Con Nuria no estaban casados, pero vivían juntos hacía años. No tenían hijos, aunque él cuidaba a la hija de ella, de un matrimonio anterior. Nuria había llegado a su vida una noche de fiesta y se quedó.
Llegó el invierno. A Alejandro se le acabó el dinero, nadie en el pueblo lo invitaba, y volvió a Madrid. Respiré aliviada. Pero entonces a Javier le llegó la desgracia: Nuria enfermó. Aquella mujer fuerte se apagó rápido. Su madre se llevó a la niña, y Javier la cuidó hasta que la llevaron al hospital. Nunca regresó.
El entierro fue con todo el pueblo. Todos hablaban bien de ella.
—Era brava, pero buena. Nunca tuvo maldad —suspiraba la abuela Flora.
Javier se quedó solo. Por las mañanas, lo veía quitando la nieve frente a mi casa, mirando hacia mis ventanas.
En primavera, volví del trabajo y me paralicé: la puerta estaba abierta. En la cocina, una mujer robusta bebía de mi taza con mi mermelada.
—¿No esperabas esto, eh? —dijo Alejandro—. Tamara y yo viviremos aquí. La casa es mía. —Era su venganza por haberlo rechazado—. Ella será mi esposa. Recoge tus cosas y lárgate, si no quieres vernos felices.
Tamara soltó una carcajada. Decidí quedarme esa noche y marcharme al día siguiente. Volví a empujar el armario contra la puerta.
—Dios mío, ¿por qué a mí? —susurré—. Tendré que pedirle ayuda a tía Carmen…
A la mañana siguiente, mientras sacaba mis cosas, apareció Javier. Sin una palabra, agarró las bolsas y las llevó a su casa. Lo hizo todo en silencio. Alejandro y Tamara se miraban con sarcasmo.
—¿Y esto? ¿Ahora estáis enamorados? —Alejandro soltó una risa burlona—. Mira cómo Javier lleva tus trastos.
Javier me tomó de la mano y me llevó con él.
—Me voy unos días y aquí hay telenovela —murmuró Alejandro. Tamara le dio un codazo y calló.
Una vez dentro de su casa, rompí a llorar. De alivio, de felicidad. Él me abrazó, me levantó en brazos. El techo giró, y ahí, en sus brazos, todo tenía sentido.
Nos casamos rápido. AhoraY aunque Alejandro aún me miraba desde su patio con resentimiento, ya no importaba, porque por fin había encontrado un amor verdadero, uno que no era como en las películas, pero que valía más que cualquier sueño.