¡No eres nadie para mí!” — el grito de la hijastra hirió más que un cuchillo

—¡Tú no eres nadie para mí! —gritó Lucía, cerrando la puerta con tal fuerza que los platos del aparador temblaron. En la casa se hizo un silencio sepulcral. Clara se dejó caer en una silla, apretando entre sus manos una taza de té que ya se había enfriado.

—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó la pequeña Rocío asomando la cabeza en la cocina.

Clara solo negó con la cabeza. Las lágrimas brillaban en sus ojos.

—¿Otra vez Lucía gritando?

—La tutora llamó… —susurró la mujer—. No importa, no es nada…

Rocío se acercó y le rodeó los hombros con sus brazos:

—Mamá, no te preocupes. Todo se arreglará. —A pesar de tener solo trece años, Rocío había demostrado una madurez sorprendente. A veces parecía más sensata que Lucía, su hermanastra de quince.

Media hora después, llegó Javier del trabajo. El aroma de la cena llenó la casa. Todos, menos Lucía, se sentaron a la mesa.

—¿Y ella? —preguntó él, mirando la silla vacía.

—Está enfadada —contestó Rocío, removiendo con cuidado la sopa.

Javier miró a su mujer. Ella bajó la vista, avergonzada.

—La tutora llamó. Lucía suspende todas las asignaturas. Intenté hablar con ella… —Clara se interrumpió, conteniendo las lágrimas.

Javier se levantó y se dirigió al cuarto de su hija. Llamó a la puerta.

—¡No entres! —rugió desde dentro.

—Estoy solo. ¿Puedo pasar?

La puerta se abrió un poco y Lucía, tras asegurarse de que estaba solo, dejó entrar a su padre a regañadientes.

—¿Qué desastre es este? —preguntó él, observando la ropa tirada y el envase vacío de fideos instantáneos.

—Es que Clara otra vez… —empezó la chica, pero su padre la interrumpió:

—Yo también hablé con la señorita Marta. Realmente estás suspendiendo todo. ¿Qué te pasa, Lucía?

Ella guardó silencio, metiendo los libros en la mochila con brusquedad.

—No te pido que quieras a Clara, pero al menos podrías respetarla. La hieres cada día.

—¿Y ella no me hiere a mí? ¡Tú la llevaste a ella y a Rocío al centro comercial, y yo me quedé sola en casa!

—¿Olvidaste que te castigué por escaparte de noche con tu amiga?

—¡Claro! ¡Yo soy la mala y Rocío la santa!

—¡Basta ya! —la voz de Javier se volvió tajante—. ¡Estás pasándote de la raya!

Salió sin esperar respuesta. En la cocina, Clara se retorcía las manos. Las palabras se atascaban en su garganta. Pero al mirar a su marido, no dijo nada. Solo unos minutos después murmuró:

—Ya no sé qué hacer. Lucía me rechaza, te tiene celos. Lo he intentado, de verdad… pero no he logrado ser nadie importante para ella.

—Lo sé, cariño —Javier la abrazó—. Pero ¿qué hacemos?

—Necesitamos separarnos. Temporalmente —pronunció Clara con dificultad.

—¿Qué? —él se apartó, incrédulo—. ¿Lo dices en serio?

—Quizá si siente que estás solo para ella, algo cambiará…

Lucía escuchó cada palabra, agazapada tras la puerta. En su pecho floreció la esperanza. “Papá volverá a vivir conmigo”.

Por la mañana, Javier le anunció a su hija que se mudarían al piso antiguo. Rocío rompió a llorar, entró furiosa en la habitación de Lucía y gritó:

—¡Odias a mi madre y me quitas a mi padre! —Y salió corriendo, cerrando la puerta de un golpe.

Lucía no esperaba que las cosas tomaran este rumbo. Al principio, se sintió eufórica… hasta que entendió lo difícil que era vivir sin las manos de Clara. Nadie cocinaba. Nadie le ayudaba con los deberes. Su padre trabajaba todo el día, y ella tenía que cocinar pasta y lavar calcetines. Él se volvió duro, estricto, impaciente. Nada que ver con Clara, que siempre le explicaba las cosas con calma, incluso cuando Lucía le gritaba a la cara.

Se acercaba su cumpleaños. Lucía decidió hacer un pastel sola. Buscó una receta, batió la masa… pero no vigiló bien. El bizcocho se quemó. Cuando Javier llegó, encontró a su hija llorando sobre el desastre carbonizado.

—Papá… volvamos a casa —susurró, apoyando la cabeza en su hombro—. Perdóname. Te quiero… y a Clara… y a Rocío…

—Yo también te quiero, cariño. Pero volver no es tan fácil. Las hemos herido. Primero debemos saber si están dispuestas a perdonarnos.

Lucía guardó silencio. La vergüenza la ahogaba.

—Tienes que entender —dijo Javier— que Clara quizá no sea tu madre, pero merece respeto. Y además… tienes que pedir perdón.

Lucía pasó la noche en vela. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía rabia. Solo dolor y arrepentimiento. A la mañana siguiente, le pidió a su padre que la llevara donde Clara y Rocío.

Se disculpó. De verdad. Con lágrimas. Ante Clara. Ante Rocío. Y unos días después, por primera vez en su vida, susurró: “Mamá… perdóname”.

Nadie supo quién de las dos lloró más en ese momento.

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¡No eres nadie para mí!” — el grito de la hijastra hirió más que un cuchillo