Marina freía buñuelos en la cocina cuando, de repente, llamaron a la puerta. En el umbral estaba Raquel Martínez —su suegra—, como siempre, sin rastro de sonrisa y con la mirada fría.
—No he venido a tomar café— dijo, entrando sin invitación—. Tengo un asunto importante.
—¿Qué asunto? —Marina se secó las manos con un trapo y forzó una sonrisa.
—Julia y Óscar viven conmigo desde la boda. El piso es pequeño, es un lío para tres. Tú tienes el de la abuela vacío. Déjalos mudarse allí.
—No. Después de todo lo ocurrido, no —respondió Marina, cruzando los brazos.
—¿Pero qué he hecho yo? —preguntó la suegra, como si realmente no lo supiera.
Marina aún recordaba cómo, un mes antes, había estado preocupada por la boda de su cuñada. Daba vueltas a qué regalarles, pues su relación con Julia era cercana, casi de amigas. Estaba segura de que ella y su marido, Javier, serían de los primeros invitados. Sobre todo porque Julia les había pedido prestados mil euros para la celebración.
—¿Y si no nos invitan? —comentó Javier con ironía.
—Tonterías. Eres su hermano, no van a dejarte fuera —respondió ella, todavía con esperanza.
Marina incluso sacó su mejor vestido y sus zapatos, esperando el día. Pero la boda se acercaba y la invitación nunca llegó. Ni de Julia ni de Raquel. Tres días antes, con el corazón encogido, entendió que los habían ignorado.
Las lágrimas rodaron mientras guardaba el vestido. Javier, como siempre, se mostró indiferente. «Mejor dormiré el fin de semana», fue todo lo que dijo.
Dos días después de la boda, Raquel llamó. Dijo que quería visitarlos. Marina decidió ir al grano:
—¿Por qué no nos invitasteis?
—Bueno… solo llamamos a gente joven. Vosotros ya pasáis de los treinta —murmuró la suegra con poca convicción.
Marina casi se lo creyó. Hasta que se encontró con la hermana de Raquel en el supermercado y supo la verdad: en la boda había gente mayor y parientes lejanos. Nada de lo de la edad.
—¿Y vosotros por qué no fuisteis? —preguntó la mujer, sorprendida.
Marina sintió vergüenza. Vergüenza por quienes debían ser su familia.
Al contárselo a Javier, este sugirió llamar a su madre.
—Raquel, dime la verdad: ¿por qué no nos invitasteis? No mientas. Acabo de hablar con tu hermana y ya sé quién estuvo.
—Julia y yo decidimos invitar solo a gente «útil» —respondió la suegra con calma—. A los que podían dar algo valioso o ayudar en el futuro.
—¿Y los mil euros que os prestamos no valen?
—Pero los devolveréis. Si los hubierais regalado, sería distinto.
Marina no reconocía a esa mujer. ¿Acaso para ellos no significaban nada?
Pasaron dos semanas. Raquel apareció de nuevo, sin avisar ni pedir disculpas.
—Tienes el piso vacío, y mis hijos están incómodos —dijo con falsa preocupación.
—No es vuestro. Que siga vacío. No pide comida —cortó Marina.
—¿Por qué eres así? Somos familia.
—¿Familia? Solo os acordáis de nosotros cuando os conviene. Antes sobraba—Antes sobraba**mos**, y ahora quereis mi ayuda —dijo Marina con firmeza, cerrando la puerta tras la suegra, que se marchó con el orgullo herido y una lección aprendida: el respeto no se pide, se gana.