No resultó ser el príncipe que parecía…
Lucía conoció a Adrián cuando él acababa de volver del servicio militar. El chico parecía salido de la portada de una revista: alto, atlético, con una mirada cautivadora de ojos verdes y pelo negro rizado. Junto a él, Lucía parecía sencilla, aunque era bonita: pelo rubio, figura esbelta, una sonrisa dulce. No podía creer su suerte, pues de entre todo el grupo, él la había elegido a ella.
—¿Qué habrá visto en ti?— susurraban sus amigas. —Los guapos como él nunca se quedan mucho tiempo. Te usarán y adiós muy buenas.
Pero Lucía solo sonreía, creyendo en su amor. Iban juntos al cine, a bailar, quedaban con amigos. Adrián no la llenaba de halagos, pero estaba siempre cerca, y su tacto la hacía temblar. La primera vez que lo llevó a casa, su madre, Valeria Fernández, arrugó el ceño. Más tarde, a solas con su hija, le dijo en voz baja:
—Marido guapo, marido prestado, hija mía. Los así rara vez son fieles. Espera antes de casarte, ponlo a prueba. Es demasiado… de escaparate.
Lucía se sintió herida. Confiaba en los sentimientos de Adrián y no quería escuchar dudas. Pero su madre había plantado una semilla de inquietud en ella.
Poco a poco, Adrián cambió. Primero el gimnasio, luego la piscina, después nuevas compañías. Lucía, para estar cerca, también se apuntó a entrenar, pero se sentía fuera de lugar al lado de chicas fuertes y radiantes. Adrián las miraba con interés, y ella empezó a marcharse antes, ocultando las lágrimas.
—Estás hecha un flan— se burló una vez él cuando se resfrió tras la piscina. —Mejor quédate en casa con tus libros.
Las palabras le dolieron, y recordó las de su madre. Ya lo notaba: Adrián se alejaba. Cada vez salía solo, sin avisar, sin explicaciones. Hasta que un día… desapareció. Dejó de responder.
—¿No llama?— preguntó su madre.
—No…— susurró Lucía, volviendo el rostro hacia la pared.
—¡Arriba esa barbilla! ¡Al peluquero, y rápido!— ordenó Valeria. —Un peinado nuevo es el primer paso para una vida nueva. Luego te haremos un vestido, que tienes mano para eso.
Compraron tela, Lucía dibujó diseños, intentando distraerse. Los rumores sobre las nuevas conquistas de Adrián llegaban, pero ella siguió adelante. Y cuando, semanas después, apareció en el baile con su nuevo look —ligera, esbelta, radiante— todos la miraron.
Un chico, Javier, discreto y nada llamativo, empezó a cortejarla. No era un adonis, pero sus ojos solo miraban a Lucía, cálidos y sinceros. Un mes después, le pidió matrimonio.
—¡Eso sí que es un hombre!— dijo su madre. —Se enamora y se casa. ¿Y tú?
—Acepto— respondió Lucía en un susurro.
—¿Lo quieres?
—¿Cómo no? Es bueno, trabajador, fiel. Me necesita… solo a mí.
La boda fue cálida, llena de alma. Empezaron desde cero: su primera silla, su primer plato. Al año nació su hija, y tres después, el hijo. Familia, cuidados, felicidad.
De Adrián no volvió a pensar. A veces oía en conversaciones que había dejado a su mujer, que se fue con una amante, que seguía de juerga. Lucía solo sonreía:
—¿Mío? Ja, un capricho de juventud. Que sea feliz, si puede.
En casa la esperaban sus hijos, su marido. Y su madre, sabia, buena, la más querida. Aquella que una vez la salvó de un verdadero desastre. Gracias a ella, Lucía encontró su felicidad, callada y auténtica.
Mamá… quédate más tiempo. Sin ti, todo es menos luminoso.