Hacía mucho tiempo, en un pequeño pueblo de Castilla, una historia conmovedora tuvo lugar. «No logro entenderte, hija mía, al fin y al cabo eres mujer. ¿Qué culpa tiene esa pobre niña? Si es hija de otra mujer, ¿qué más da? La criarás y, con el tiempo, te llamará madre. Las cosas sucedieron así, pero debes ser más sabia. Si amas a tu marido, ama también a su hija».
Aquel día, a Rodrigo le llamaron desde el orfanato. Le dijeron que debía recoger a su hija, de cuya existencia nunca había sabido. «Carmen, siéntate, por favor. Tengo que decirte algo importante», suspiró él.
«Hoy me llamaron del orfanato. Mi hija está allí». Carmen se quedó sin aliento. «¿Qué hija? ¿De quién? ¿Estás bromeando?», preguntó, incapaz de creerlo.
Rodrigo bajó la cabeza. «No es una broma, Carmen. Hace unos seis años, cuando apenas nos conocíamos, yo salía con Lucía. Cuando nuestra relación se hizo seria, la dejé. Un año después, ella me buscó y me dijo que había tenido una niña, Ana. No le creí, pero al verla, supe que era mía. No sé qué pasó con Lucía, solo me avisaron para preguntar si me haría cargo de Ana».
La primera reacción de Carmen fue gritar: «¡No quiero a la hija de otra!», pero la mirada de su marido la hizo cambiar de opinión. «Está bien, visitémosla primero, juntos», respondió con cautela.
Rodrigo se alegró de su respuesta y, tras pensarlo, decidieron ir al día siguiente. Al ver a la niña, Carmen no encontró parecido con su marido. Ana, de cinco años, era pequeña y delgada, con un osito de peluche gastado entre sus brazos. Cada vez que le hablaban, escondía la cara en su peluche. Carmen no sintió cariño por ella, aunque le daba lástima. Los celos que tuvo por Lucía ahora se trasladaban a la niña.
Resultó que a Ana la quitaron de la custodia de Lucía, quien llevaba una vida desordenada, entregada al vino y las fiestas, olvidándose por completo de su hija. Pero había revelado el nombre del padre, y ya no había vuelta atrás.
Carmen intentó disuadir a Rodrigo, pero él se enfadó: «Si no puedes tener hijos, al menos calla. No voy a dejar a mi hija en un orfanato. Si no te gusta, vete. Yo me ocuparé de ella».
Duele escuchar palabras así, pero, en el fondo, tenía razón. Rodrigo quería ser padre, y ella no podía darle eso. En su juventud, los médicos le dijeron que nunca tendría hijos. Además, amaba a Rodrigo y no quería perderlo. Era trabajador, apenas bebía y traía cada peseta a casa. Un hombre así no era fácil de encontrar.
Cuando Rodrigo llevó a Ana a casa, advirtió a su esposa: «Si la maltratas, no esperes bondad de mí». A regañadientes, Carmen comenzó a cuidar de la niña. La bañó, la vistió con un vestido limpio y le trenzó el pelo. Ana era callada, casi no hablaba, solo susurraba a su osito. «Es como un animal salvaje», se quejaba Carmen con las vecinas. «Ni siquiera reconoce a Rodrigo. Solo dice “sí” o “no”. A veces pienso que algo no va bien en su cabeza».
Rodrigo también cambió. Antes llegaba a casa y la abrazaba, pero ahora solo tenía ojos para Ana. La niña, al principio huidiza, empezó a seguirlo como una sombra.
Un día, mientras Ana jugaba en el patio, Rodrigo reprochó a Carmen: «La tratas como a un mueble. No le sonríes. Necesita una madre, no una extraña».
Entonces, Carmen estalló: «¿Qué madre voy a ser? No es nada mía. No pienso fingir cariño. Me voy a casa de mi madre. Vivan ustedes dos como quieran».
Y se marchó, esperando que Rodrigo la siguiera y le rogara que volviera. Pero no fue así. Pasaron semanas sin noticias. Entre lágrimas, su madre intentó consolarla, pero no permitiría que su hija destruyera su familia. «No te entiendo, hija. Esa niña no tiene culpa. Si amas a Rodrigo, ama también a su hija».
Finalmente, Carmen regresó. Rodrigo estaba arreglando algo en el garaje, y Ana jugaba feliz con su osito. Al verla, él la miró con recelo. Pero entonces, Ana se levantó, tomó la mano de su padre y lo llevó hacia Carmen. «Haced las paces», dijo, uniendo sus manos.
«Perdóname», lloró Carmen.
Rodrigo la abrazó con un brazo y atrajo a Ana con el otro. Carmen, entre lágrimas, también abrazó a la niña. Permanecieron así un largo rato, hasta que Ana, impaciente, dijo: «¡Mamá, papá, Micho y yo tenemos hambre!».
Rodrigo y Carmen se miraron y, por fin, entraron juntos en la casa. Habían encontrado el camino para ser una familia.