No discutí, y perdí la partida

**No discutió y perdió**

Marina López colocó con cuidado los platos en la mesa, ajustó las servilletas y volvió a mirar el reloj. Su marido llegaría del trabajo en media hora, así que era momento de poner las croquetas en la sartén. Las patatas ya estaban listas, la ensalada cortada y el pan rebanado en porciones perfectas. Todo como debía ser, todo como a él le gustaba.

—Mamá, ¿puedo ir hoy a casa de Lucía? Le han traído unos discos nuevos de Madrid —gritó desde su habitación su hija de dieciocho años, Isabel.

—No, cariño, tu padre llegará pronto. Hay que cenar en familia —respondió Marina sin volverse—. Luego irás.

—¡Pero qué tontería! ¡Ya tengo dieciocho años! —protestó la joven, pero no insistió. Sabía que su madre no cedería.

Marina sonrió para sí. Dieciocho años seguía siendo una niña. A su edad, ella ya estaba casada, mientras que Isabel seguía pareciendo una cría. Aunque quizá era mejor así. Que siguiera siendo su niña un poco más.

La puerta se abrió y entró Antonio Gutiérrez. Un hombre corpulento, con las sienes ya plateadas, cansado pero satisfecho. Trabajar en la construcción era agotador, pero daba para vivir bien, y eso era lo importante.

—Hola, cariño —dio un beso en la mejilla a su esposa—. Huele muy bien.

—Son tus croquetas favoritas, de mezcla de cerdo y ternera —sonrió Marina—. Siéntate, ya lo pongo todo.

—¿E Isabel?

—En su cuarto, ahora la llamo. ¡Isabel! ¡Ha llegado tu padre!

La joven salió de su habitación y abrazó a su padre.

—Papá, ¿puedo ir después de cenar a casa de Lucía? Tienen unas películas nuevas…

Antonio frunció el ceño.

—¿Qué películas? No toda la basura de Hollywood es buena, hay que centrarse en los estudios. Pronto será la universidad.

—Pero, papá, no es basura, son películas normales…

—¡He dicho que no, y punto! —alzó la voz—. Marina, ¿qué educación le das? ¡Esta niña está consentida!

Marina intervino rápidamente:

—Antonio, no exageres, solo es joven y curiosa. Isabel, siéntate a cenar, luego hablamos.

La cena transcurrió en relativo silencio. Antonio habló del trabajo, de que el jefe había subido las exigencias y recortado los bonos. Marina asentía, le servía más comida y le llenaba la taza de café. Isabel apenas hablaba, clavando la mirada en su plato.

—Oye, Marina, ¿qué dicen los vecinos de los Martínez? —preguntó Antonio, terminando su última croqueta.

—Pues… nada especial. Viven tranquilos.

—No me refiero a eso. He oído que ella encontró trabajo en una oficina, y él se queda en casa con los niños.

Marina dejó su taza con cuidado.

—¿Y qué tiene de malo? Quizá les funciona mejor así.

—¿Cómo que qué tiene de malo? —se indignó—. ¡El hombre debe mantener a la familia, no quedarse en casa como una niñera! La mujer debe estar en la cocina y con los niños. Eso está mal, no es lo nuestro.

—Pero si ella gana más…

—¡No hay peros! —golpeó la mesa—. ¡Debe haber orden en la familia! El hombre manda, la mujer obedece. ¡Punto final!

Marina asintió en silencio y comenzó a recoger la mesa. Nunca supo discutir con su marido, ni quiso hacerlo. ¿Para qué pelearse si podía callar? Al fin y al cabo, quizá él tenía razón. Ella había estado siempre en casa, y nunca les faltó nada.

Isabel miró a su madre, luego a su padre, y preguntó en voz baja:

—¿Puedo ir a ver a Lucía después de todo? Solo un rato.

—¡No! —rugió Antonio—. ¡Ya te he dicho que no! Estudia o lee un libro. Nada de callejear.

La joven suspiró y se fue a su cuarto. Marina la siguió con la mirada y sintió un pinchazo en el corazón. Pobrecilla, siempre en casa, sin salir. Pero, ¿qué podía hacer si su padre no quería?

Días después, Marina se encontró en el mercado con su vecina Ana Ruiz, quien estaba radiante de felicidad.

—Marina, ¿sabes? ¡Mi Laura ha entrado en la Universidad de Barcelona! ¡Imagínate, estudiará Económicas!

—Qué bien —dijo Marina sinceramente—. ¿Y tu marido qué opina?

Ana suspiró.

—Nos peleamos mucho. Él decía que para qué quería una mujer estudios, si al final se casaría. Pero yo le dije que los tiempos cambian, que una mujer debe tener su profesión. Al final, me impuse. No se arrepentirá.

Marina asintió en silencio. En casa, pensó mucho en esa conversación. Isabel también tendría que elegir pronto, pero ¿qué? Antonio ya había dejado claro su opinión: que estudiara Magisterio. Un trabajo tranquilo, y luego, casarse. Pero Isabel soñaba con Periodismo, con escribir, con conocer mundo. Lo decía con los ojos brillantes cuando su padre no estaba. Pero si él estaba presente, la cortaba de inmediato.

—El periodismo no es para mujeres. Hay que viajar, tratar con gente… No es apropiado.

Y Marina callaba. No defendía a su hija, no discutía con su marido. Simplemente, callaba.

El verano pasó rápido. Isabel se matriculó en Magisterio, como ordenó su padre. Entró sin problemas, pues siempre había sido buena estudiante. El día de la matrícula, llegó a casa cabizbaja.

—¡Enhorabuena, hija! —celebró Antonio—. ¡Tendremos una maestra en casa! Buena elección.

—Gracias, papá —respondió Isabel en voz baja antes de encerrarse en su cuarto.

Marina la siguió con la mirada y sintió de nuevo aquel pinchazo. Pero ¿qué podía hacer? ¿Discutir con su marido? ¿Romper la paz familiar? No valía la pena.

La carrera le resultaba fácil a Isabel, pero no le gustaba. Iba a clase como si fuera un castigo, y en casa apenas hablaba de ello. Marina intentaba preguntar, pero solo obtenía respuestas breves.

—¿Qué tal?
—Bien.
—¿Y los profesores?
—Bien.

Nada más.

Una noche, mientras Antonio trabajaba tarde, Isabel rompió a llorar en la cena.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Marina, alarmada.

—Mamá, ¿te acuerdas de Lucía, mi amiga del instituto?
—Claro. ¿Qué tal está?
—Entró en Periodismo en Madrid. La vi ayer… habla de lo interesante que es, de la gente que conoce. Y yo… ¿qué hago? Juego con niños, canto canciones.

Marina no supo qué decir. Acarició el pelo de su hija, como cuando era pequeña.

—Isabel, trabajar con niños es importante. Formas a las personas del mañana.
—Pero yo no quería esto —susurró la joven—. Quería escribir, aprender, viajar. ¿Y ahora? ¿Toda mi vida en una guardería?
—Ya verás, te casarás, tendrás hijos, serás feliz.
—¿Y si no quiero casarme aún? ¿Si quiero encontrarme a mí misma primero?

Marina se quedó sin palabras. En su época, todo era más simple: escuela, matrimonio o trabajo, hijos. Ahora su hija planteaba cosas que ella no entendía.

—Eres joven, ya lo entenderás —dijo al final.

Isabel se secó las lágrimas y se fue.

Pasó otro año. Isabel estaba en segundo curso, pero cada día se encerraba más en sí misma. En casa

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No discutí, y perdí la partida