Ni se te ocurra deshacer la maleta te vas hoy mismo.
¿Pero qué ha pasado? preguntó Inés con tono autoritario al entrar; Leo seguía tumbado en el sofá, sin molestarse siquiera en levantarse.
Ha pasado que te marchas, musita. Así que ni toques la maleta: nos estamos divorciando y hoy mismo te mudas soltó Leo, sin mover un músculo, la mirada fija en el techo.
A Inés le sonó surrealista. ¿Musita? ¿De verdad?
¿Pero me has visto? ¿Qué musita ni qué niño muerto? Si mido casi dos metros, ¡por favor! protestó Leo a la ocurrencia de Estrella, cuando le dijo que se animara a ser musita.
Bueno, pues serás musito-mayor, que pisotea y se escapa replicó ingeniosa la amiga.
¿Pero el disfraz de musito te cabe? preguntó Leo, escéptico.
Ay, pues no caí. El nuestro es talla mini refunfuñó Estrella.
Tras un silencio, sugirió:
¿Y si haces de Papá Noel, y que Víctor sea el musito? Es mucho más bajo que tú.
¿Y no me irá pequeña la ropa? dudó Leo.
Le queda un poco grande respondió Estrella, siempre tiene que remangarse.
¿Y el texto? Yo no tengo ni idea…
¡Bah! Todo improvisado, que para algo eres el cerebrito del grupo. Yo te echaré un cable lo animó Estrella.
Estrella y Leo eran amigos desde los tiempos del instituto. Ella trabajaba en una agencia de eventos. Justo esos días, el chico que hacía de musito había pillado una neumonía y dejó colgada la función de fin de año. Faltaba poco para Nochevieja y no había sustituto.
¡Que no me cuenten historias! dirían muchos, y no les faltaría razón. ¿Qué pinta un musito en una función navideña? ¡De toda la vida Papá Noel y la ayudante! Pero el nuevo jefe de la agencia llegó cargado de ideas rompedoras: ¡quien paga, manda!
Quizá arrastraba algún trauma infantil vaya usted a saber. ¿Nunca le dejaron ser musito en el cole y ahora? Y así, un musito gigante apareció en escena: orejas, mochila con zanahoria de trapo y todo.
Vamos a renovar la tradición, ¡frescura a la rutina! proclamó el jefe.
Empezaron a ir tres a los encargos: Papá Noel Víctor, Estrella la ayudante y el dichoso musito. Pero justo el 30 de diciembre musito cayó enfermo y no había otra opción.
No me importa cómo, ¡quiero un musito sí o sí! exigió el jefe.
Todo aquello parecía una canción infantil: Hoy estoy muy triste, el musito se ha puesto malo
Leo, por su parte, estaba sumido en una tristeza honda: la perspectiva de pasar solo el Año Nuevo era grisáceo: Inés, su mujer, se había marchado improvisadamente a Burgos, con la excusa de que a su madre le había dado un bajón de salud mayor y necesitaba compañía. Tercer viaje en dos meses, la maleta hecha a toda velocidad.
No puedo dejarla sola, amor. Entiéndelo decía Inés, empacando. Te prometo que estaré pendiente pero tengo que ir.
Bueno, déjame ir contigo propuso Leo, inquieto. Es peor que pases sola la Nochevieja.
Ni hablar, cariño. No te amargues tú también la fiesta. Bastante la tengo yo
Pero, ¿y lo de en la salud y en la enfermedad? ¿No prometimos eso?
¡Y lo mantendrás! Llámame, no dejes de hacerlo, eso me vale de compañía. Hazte una fiesta, sal con amigos.
Se podía acoplar a algún plan por compromiso, aunque los grupos llevaban tiempo cerrados.
Se sentía como en una de esas rutinas de los humoristas del Café Berlín, pero sin gracia alguna. Hasta que sonó el teléfono: Estrella.
Ella seguía siendo su tabla de salvación. Aunque Inés repetía que no existe amistad entre hombre y mujer de verdad, Estrella y él tenían un vínculo inocente y noble desde adolescentes. En su boda, Inés incluso le prohibió la invitación, pero Leo no quiso discutir.
Y así, solo por el Madrid lluvioso, le cayó el encargo navideño y la oportunidad de desconectar. El empleo en la consultora le iba bien y ni era por necesidad ni por el dinero. Era cuestión de despejar la cabeza.
El abrigo de Papá Noel le sentaba perfecto. Botas también. Le pegaron barba y bigote, listos para la acción.
El trabajo fue fácil y hasta divertido. Los niños recitaban poemas, musito saltaba alrededor del árbol agitando su zanahoria gigante, todos coreaban canciones populares, todo rodaba.
Sólo faltaba el último encargo: a las diez de la noche del 31. ¡Después, a casa!
Estrella, sabiendo que Leo pasaría la noche solo, lo invitó a celebrar juntos: estaría con su marido y su madre, que lo conocía desde niño. Sin hijos todavía, los tres harían piña.
La última visita se hizo con el mejor humor. Hasta Víctor se tomó una copa de anís, cosa impensable de otro modo.
A las 21:45, desde el coche, Leo llamó a su mujer:
¿Cómo va todo, guapa?
Bueno, aguantando como se puede, amor.
¡Feliz Año Nuevo! Dale el teléfono a tu madre, quiero felicitarla.
Se acaba de quedar dormida, no la despierto. Yo estoy viendo la tele con los cascos y pensando en ti.
Te quiero. A las doce vuelvo a llamar.
Y yo a ti, musito respondió ella.
Cuando se abrió la puerta del piso del último encargo, Leo se quedó pálido de la impresión: justo allí, en la entrada, estaba Inés Vestida con el modelito de fiesta que, en teoría, se había llevado a Burgos. Si él mismo la había llevado a Atocha a coger el AVE dos días antes. Y acababa de hablar con ella por teléfono hacía menos de un cuarto de hora
Le ofreció acompañarla, pero le contestó tajante: Me apaño sola, descansa.
¿Sería su hermana gemela? ¿Alucinaba? No, ese lunar junto a la ceja era inconfundible. Lo estaba viendo todo el mundo
¡Musi! gritó hacia el fondo del pasillo Inés, su voz clara como el agua.
¿Musi? Pero si el musi siempre había sido él, su Leo. Se quedó petrificado, como mirando una escena desde fuera, irreconocible, irreal.
¡Voy, chiquitina! respondió una voz bronca, y apareció en chanclas y camisa abierta un hombre calvo, barrigudo
¿Dónde está el niño? ¿Vadi? preguntó la ayudante.
¡Yo soy Vadi! rió el tipo, dando palmadas en su barriga cervecera. Hoy quiero festejar por todo lo alto
Leo observaba, horrorizado: ¿Toda la mentira de Inés tenía como objetivo a ese imbécil?
La intención de formar una escenita ahí mismo era poderosa, pero la vergüenza ante Estrella lo frenó.
Con voz impostada, ordenó:
¡Cántanos un villancico, Vadi!
Vadi masculló algo incoherente. Inés, ya cantando y bailando con el tipo al que abrazaba, ni vio a Leo disfrazado.
Leo sintió asco, asco de verdad. Ahora entendía de dónde salían los regalitos que la madre jubilada de Burgos le enviaba a Inés.
¡Hora del corro! gritó Vadi, y se pusieron todos a bailar.
Musi, pon nuestra canción piteó el calvo. E Inés se la puso. Bailoteaban los tres: Vadi, Inés y el musito Víctor, que había cogido otra copa, animado.
Leo grabó todo con su móvil. Las pruebas del engaño bien guardadas.
En cuanto el anfitrión se hartó del jolgorio, echó a todos:
Basta ya, quiero dormir. Gracias por venir. Venga, a la calle.
En el coche, camino al centro, Estrella susurró:
Es guapa tu ex, ¿eh? No sé qué le ve a ese baboso. No es el marido, fijo.
«¡El marido soy yo!», quiso gritar Leo, pero se mordió la lengua.
No fue con Estrella a celebrar nada: entendió que no podría fingir una sonrisa y no quería contar la miseria que acababa de vivir. Mintió, dijo que se sentía enfermo, que tenía fiebre, quería irse a casa. No llamó a Inés a las doce, ni luego. Que celebrara con quien quisiera.
Recibió el nuevo año solo, sin lágrimas ni rabia. Tocaba pensar. La seguía queriendo, aunque tras lo ocurrido la mitad de aquel amor se había evaporado en una sola noche. ¿Perdonar? Imposible. Solo divorcio. El piso era suyo.
Al no recibir mensajes ni llamadas, Inés se preocupó. Siempre llamaba varias veces al día, y ahora ni una. Temiéndose lo peor, regresó de casa de su madre el dos de enero por la noche, antes de tiempo. Tomó un taxi: nadie fue a buscarla, aunque había enviado su hora y ubicación por WhatsApp.
¿Qué pasa aquí? preguntó Inés, entrando con tono de mando; Leo ni se movió del sofá.
Ha pasado que te largas, musita. Así que deja la maleta cerrada: hoy mismo te vas. Nos divorciamos.
A Inés se le heló la sonrisa. ¿Cómo lo sabía? Ese apodo solo se lo decía Vadi
¿Y a dónde se supone que voy? intentó resistirse.
No sé, con tu musito, o con tu madre a Burgos. Por cierto, ¿ya está mejor? contestó Leo, con voz neutra.
No has entendido nada musitó Inés, perpleja. ¡Lo sabía! ¿Cómo se enteró? Le había dicho a su madre que no cogiera el móvil antes del 4. Y Vadi no podía
¿La habrían visto? Imposible
Venga, cuéntame tu versión pidió Leo con una voz fría, casi divertida. ¿El calvo era el médico de tu madre? ¿Un chamán milagroso tipo Paracelso? ¿O, tal vez, un cuidador pagado con mi dinero, para las noches solitarias de tu madre?
Oye, igual es el de la funeraria, por si acaso ya sabes, por previsión. Pero no te cortes, Inés: no te pusiste colorada bailando agarrada a tu musito. Así que adelante, ilumíname.
Y Leo le enseñó el vídeo.
Inés miró, muda. ¿Qué podía decir? Sí, había tenido esa relación. ¿Por qué? Se aburría sola en todo el día, y Vadi tenía dinero, regalaba cosas bonitas. ¿Trabajar para distraerse? Ni hablar.
Aunque, ¿quién lo iba a pensar? Qué ironía.
Ella a su manera quería a Leo. O simplemente dependía de él, y por eso lo ocultó a conciencia. Ni se atrevió a reconocerlo.
Lo peor fue el engaño, la historia inventada, la farsa. Un crimen con premeditación y alevosía.
Inés lloró, suplicó, juró, quiso apelarle al corazón. Pero Leo fue inflexible. Cuando dijo que se acabó, era porque se acabó. Sí, los Papás Noel también tienen su dignidad.
El divorcio llegó rápido. Leo se quedó con la conciencia tranquila. Solo lamentaba no haber descubierto la mentira en esa misma Nochevieja.
Para emociones fuertes, las suyas. Así aprendió que la excesiva educación o los rodeos no valen para nada.
Y aún así, no salió tan mal, ¿no?







