No dejes que nada te detenga: el éxito en el amor está en tus manos.

—Tú, Leonor, no te quedes con la boca abierta. Lo importante es casarse bien. Sea por lo que sea, saldrás ganando —le aconsejaba la pariente.

Leonor creció como la hija única y adorada de unos padres que no tenían ojos más que para ella. Al terminar el instituto, empezó a insistir en que quería seguir estudiando, pero en Madrid.

—Hija, aquí tenemos una buena universidad. ¿Para qué quieres irte a Madrid? —preguntaba el padre.

—Papá, quiero ser periodista. Si me quedo aquí, solo seré profesora.

Sus padres se resistieron mucho a dejarla marchar. Habían visto demasiadas películas sobre chicas de provincias que buscaban fortuna en la capital y acababan con la vida hecha añicos. Pero al final cedieron. Su padre escribió a una prima lejana que vivía en Madrid, y esta aceptó acoger a Leonor durante sus estudios. La alegría de la joven no tuvo límites. Prometió a sus padres que saldría adelante, que no les daría motivos para avergonzarse, sino todo lo contrario.

Su padre la acompañó para asegurarse de que estaba bien instalada, le dejó dinero para los primeros meses y se marchó.

Leonor no vivía gratis en casa de su pariente. Limpiaba, hacía la compra y cocinaba. Los vecinos murmuraban, diciendo que aquella mujer había convertido a la pobre chica en su criada. La prima vivía sola; su marido la había abandonado años atrás por otra, dejándole el piso. Consideraba que su vida había sido un éxito: vivía en Madrid, ¡en la capital!, no en cualquier aldea perdida. Y no dejaba de sermonear a Leonor:

—Tú, Leonor, no te hagas ilusiones. Estudiar está bien, pero para una mujer eso no es lo principal. Lo importante es casarse con un madrileño. Da igual cómo, saldrás ganando. Como hice yo.

Leonor la escuchaba esbozando una sonrisa condescendiente. No soñaba con casarse, sino con que alguien notara su talento, con que la contrataran en un periódico importante, incluso con trabajar en televisión si la suerte se ponía de su parte.

Pero los sueños son sueños, y la vida suele torcer los planes más ambiciosos. En tercero de carrera, Leonor se enamoró de Rodrigo. Se conocieron por casualidad, en una celebración por el fin de los exámenes de verano. Rodrigo, que estaba allí con un amigo, se fijó en ella, la invitó a bailar y luego la acompañó a casa.

Sus amigas no paraban de decirle que no dejara escapar a ese chico. Ocho años mayor, madrileño, con piso, con buena presencia. Rodrigo no ocultaba que estaba divorciado, que tenía una hija. Pero ¿quién no se equivoca en la juventud? La niña vivía con su madre, no sería un estorbo, y, además, demostraba que era buen padre.

Leonor no hizo planes, pero Rodrigo le gustaba. Él notó que era inexperta en cuestiones de amor, no presionó y tardó en invitarla a su casa. Salían, iban a exposiciones, al teatro, a conciertos. En todos sus años en Madrid, Leonor no había conocido la ciudad como después de estar con Rodrigo.

Empezó a hablar de amor, de planes de futuro, de hijos… juntos. La cabeza de Leonor daba vueltas. Cuando Rodrigo le pidió matrimonio, aceptó sin dudar. Solo le quedaba un año de carrera, y después le esperaba una vida adulta llena de posibilidades.

Rodrigo la llevó a conocer a sus padres. Su padre le sonrió y se escondió tras el periódico. Su madre, sin embargo, dejó claro, sin rodeos, que Rodrigo no era ningún ingenuo, que no permitiría que su hijo cometiera el mismo error dos veces, que se veía venir que Leonor quería empadronarse en Madrid, el piso…

—¿En serio no podías enamorarte de alguien de tu misma condición? Otra vez la misma piedra —terminó su sermón la madre.

—¿Qué piedra? Basta, mamá. Laura, por cierto, era de Madrid. Y eso no evitó que nos divorciáramos —Rodrigo cortó en seco y se llevó a Leonor.

Hasta la boda, no volvió a ver a sus suegros. Pero Rodrigo empezó a llevar a casa a su hija, Regina. La habían llamado así por su abuela, que había sido, según decían, actriz famosa en su juventud o esposa de algún artista… Nunca llegó a entenderlo bien.

Regina era una niña grande, no especialmente guapa, pero tranquila. Rodrigo se alegraba de que Leonor y ella se llevaran bien. En la boda, su suegra soltó que no había prisa por tener hijos. Leonor se apresuró a asegurarle que quería terminar sus estudios y trabajar unos años antes de ser madre. No había prisa.

La primera vez que su suegra llevó a Regina, dijo que un padre no podía privar a su hija de cariño y atención. Rodrigo pasó el día entero haciendo lo que la niña quisiera. Leonor no se quejó. Había sabido desde el principio que Regina existía, y aceptaba la situación.

Cuando terminó la carrera, Leonor entró a trabajar en un periódico, no de los más prestigiosos, pero madrileño. Su sueño se había cumplido: vivía y trabajaba en Madrid, con el hombre que amaba. Fueron un par de veces a visitar a sus padres con regalos, pero el mejor regalo para ellos era ver a su hija feliz.

Pasaron casi tres años. Un día, antes de Navidad, Leonor le dijo a Rodrigo que estaba embarazada.

—Quería esperar a Año Nuevo, pero no pude aguantarme —dijo radiante.

—Pero si no querías tener hijos… ¿Cómo ha pasado? ¿No tomabas las pastillas? ¿Se te olvidó? —preguntó él, molesto.

—No fue un accidente. Dejé de tomarlas. Pensé que tardaría, pero al final fue rápido. ¿No es maravilloso? —Pero al ver su expresión, se calló—. ¿No estás contento?

—Sí, pero… ¿Por qué no lo hablamos?

—Si un hombre deja en manos de una mujer la decisión de tomar anticonceptivos, también le está dando el derecho de decidir si quiere ser madre o no. ¿O no? Quiero tener un hijo. ¿Cuándo iba a ser? ¿A los cuarenta? —respondió Leonor, conteniendo las lágrimas. Ella pensaba que él estaría feliz.

—No grites. Qué le vamos a hacer. Ojalá sea un niño. Pero tú tendrás que cuidarlo. ¿Y el trabajo? —Rodrigo la abrazó y, así, se hizo las paces.

En Nochevieja, Rodrigo dio la noticia a sus padres. Su padre le estrechó la mano y le dio una palmada en la espalda, pero su madre reaccionó con hostilidad.

—Sabía que esa pueblerina querría afianzarse con un hijo. Te ha atrapado bien, hijo. Primero el empadronamiento, ahora esto. ¿Estás seguro de que es tuyo? Ya verás cómo te quita el piso. No tenemos dinero para comprarle otro, como a tu primera mujer.

—Mamá, ¿qué dices? Nos queremos. Leonor no es así…

—Ahora no. Pero ¿tú sabes lo que piensa? —insistió su madre, sin escuchar.

Rodrigo dio un portazo y no volvió a verlos. El embarazo de Leonor transcurrió sin problemas, y nueve meses después nació un niño sano.

Sus suegros fueron al hospital. Su madre puso cara de poción amarga, pero cuando le pusieron en brazos aquel bultito con el lazo azul, miró dentro de la mantilla y las arrugas de su frente se suavizaron. El niño era idéntico a Rodrigo.

—Ahora que somos tres, habrá que pensar en un piso más grande. El niño necesita su habitación —dijo Rodrigo, algo bebido.

—Es pequeño aún. No hace falta todavía. Cuando salga de la baja, volveré a trabajar, ganaremos más y entonces lo pensaremos —respondió Leonor, calmCon los años, Leonor comprendió que la verdadera felicidad no dependía de la ciudad, sino de encontrar su propio camino, lejos de las ambiciones impuestas por otros.

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No dejes que nada te detenga: el éxito en el amor está en tus manos.